Dejó a su esposa llamándola sirvienta, pero al volver se encontró con una sorpresa inesperada.

Desde pequeña, Esperanza escuchó que las mujeres de su familia estaban condenadas a la desgracia. Su bisabuela perdió a su marido en la guerra, su abuela quedó lisiada por un accidente en la fábrica, y el padre de su madre abandonó a la familia cuando ella solo tenía tres años. A menudo imaginaba que su matrimonio también terminaría en tragedia. No lo deseaba, pero la sombra de aquella maldición familiar pesaba sobre ella.

Conoció a su futuro esposo, Miguel, en un pequeño taller en las afueras de Sevilla, donde ambos trabajaban. Él arreglaba máquinas, ella clasificaba piezas. Se acercaron en el comedor común, charlando durante la hora de comer. La decisión de casarse llegó pronto. Celebraron una boda modesta y se mudaron a su pequeño piso de dos habitaciones en la calle Alhambra. La abuela ya había fallecido, y aquel hogar se convirtió en el suyo.

La vida transcurría con normalidad. Primero nació su hijo Álvaro, luego el pequeño Rodrigo. Poco después, falleció la madre de Esperanza. Ahora tenía que ocuparse sola del hogar y de sus hijos. No se quejaba: Miguel traía el dinero, y su tarea era cuidar de la casa y los niños.

Pero, al pasar los años, algo cambió. Miguel empezó a llegar tarde del trabajo, mencionando cada vez más a una compañera más joven que “le ayudaba con los informes”. Esperanza notaba cómo se distanciaba: volvía solo para cambiarse, a veces ni siquiera dormía en casa. Lo entendía, pero el miedo a quedarse sola con los niños la paralizaba.

—Déjala, piensa en tus hijos—, se atrevió a decirle un día.

Miguel guardó silencio. Ni excusas ni gritos, solo un frío mutismo.

Ella seguía cuidándolo: cocinaba sus cenas, lavaba sus camisas.

—Solo sabes servir—, le espetó con desprecio después de otro intento de hablar.

Decidió esperar, confiando en que recapacitaría. Pero una noche, Miguel hizo las maletas.

—¡No nos abandones, por favor! ¡No dejes a los niños sin padre!—, lloró Esperanza.

—No eres más que una pobre criada—, le cortó él, mirándola con desdén.

Esas palabras las escucharon sus hijos. Álvaro y Rodrigo, abrazados en el sofá, vieron cómo su padre se marchaba. No entendían por qué. ¿No habían sido buenos? ¿Habría hecho algo mal su
madre?

Los niños lo vieron todo: las lágrimas de su madre, su esfuerzo por mantenerse fuerte, su amor incansable. Intentaban ayudar: lavaban los platos, limpiaban la casa. Esperanza se dedicó por completo a ellos y a su trabajo. Ni siquiera pensaba en otro hombre: sus hijos eran su mundo.

Pero el destino tenía otros planes. Un día, mientras hacía la compra en el supermercado, se le cayó un paquete de arroz. Un hombre joven lo recogió al instante.

—¿Necesitas ayuda con las bolsas?—, preguntó sonriendo.

Ella se sorprendió, pero él, sin esperar respuesta, las cogió.

—Bueno, ya está decidido—, dijo, y charlaron camino a casa.

Se llamaba Alejandro. Era amable, de voz suave y con una leve cojera. Esperanza le dio las gracias y se despidió, sin esperar volver a verle. Pero él comenzó a aparecer en el mismo supermercado, como si buscara encontrarse con ella. Así empezó todo.

Esperanza ganaba algo limpiando el portal de su edificio. Normalmente los niños le ayudaban, pero ese día decidió hacerlo sola.

—¿Te echo una mano?—, resonó aquella voz conocida.

Alejandro volvía a estar allí. La ayudó a terminar y, esa noche, ella lo invitó a cenar. Llegó con traje, un ramo de claveles blancos y una caja de pasteles.

—Buenas noches—, dijo, ofreciendo los dulces a los niños.

Álvaro, el mayor, olió los pasteles sin motivo, y todos rieron. La tensión se rompió. Durante la cena, Esperanza dejó caer una cuchara, y Alejandro la atrapó al vuelo.

—¿Juegas al baloncesto?—, preguntó Rodrigo.

—En el colegio sí, pero hace mucho—, respondió él sonriendo.

—¡Te enseñaremos nuestra cancha!—, propuso Álvaro. —Jugamos allí con los amigos.

Al día siguiente se volvieron a ver. Alejandro confesó:

—Habrás notado que me muevo despacio. Tuve un accidente grave. Mi esposa no quiso quedarse conmigo. Quizá ahora tú tampoco quieras verme.

Ella calló, evitando incomodarle.

—Si mis niños no te molestan, vuelve—, le dijo al fin, sonriendo.

Alejandro se convirtió en parte de sus vidas. Era cariñoso, jugaba con los niños, ayudaba en casa. Al principio les costó, pero pronto se encariñaron con él. Se volvió el padre que Miguel nunca fue. Juntos jugaban al baloncesto, invitaban a amigos, y la casa se llenó de risas.

Pasaron los años. Álvaro tuvo novia, Rodrigo se aficionó a la música. Un día, Álvaro fue a pedirle consejo a Alejandro, tal era su confianza. Pero una tarde, llamaron a la puerta. Esperanza abrió y se quedó helada: era Miguel.

—Me equivoqué—, dijo. —Quiero arreglarlo.

—¡Largo de aquí!—, gritó Álvaro, apretando los puños.

—¿Cómo te atreves a hablarme así, mocoso?—, rugió Miguel.

—¡No le hables así a mi hijo!—, dijo Alejandro con firmeza, interponiéndose.

Estaba listo para defenderlos.

—¡No te queremos aquí!—, chilló Rodrigo, empujándolo hacia la puerta.

La cerró de golpe.

—Que no vuelva a intentarlo—, murmuró.

Esperanza miró a sus hombres: Álvaro, Rodrigo y Alejandro. Su protección, su sostén. Había construido una familia verdadera, pese a todo. Y en ese momento, era más feliz que nunca.

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Dejó a su esposa llamándola sirvienta, pero al volver se encontró con una sorpresa inesperada.