Cuando llegó la Alegría

Cuando llegó la Alegría

Era una tarde tardía de marzo, con esa niebla húmeda que envuelve Madrid al caer la noche, y Miguel volvía a casa tras su turno en la fábrica. Caminaba desde la planta metalúrgica, como siempre, por esa ruta conocida: el mismo patio vacío, la única farola mortecina junto al portal. Un silencio tan denso que parecía que todo el barrio se hubiera quedado sin aliento: ni voces, ni pasos, ni coches. Solo el rumor del viento entre las ramas secas de un arbusto junto a la pared.

Iba a sacar las llaves del bolsillo cuando un olor a comida barata para gatos le golpeó la memoria. Ese aroma dulzón, empalagoso, que le recordaba a la cuadra de su abuela en Toledo, con sus tres gatos salvajes y los cuencos de comida gris. Dio media vuelta, brusco.

Allí estaba ella.

Flaca, tricolor, con una oreja rota y unos ojos enormes, casi humanos. Lo miraba fijamente, sin miedo ni súplica, como si supiera exactamente quién era él y por qué había venido.

Miguel se quedó paralizado. Unos segundos. Luego abrió la puerta. El animal no se movió; solo agitó la cola, lenta, indecisa, como dándose tiempo para decidir.

—Bueno… si quieres, pasa.

Entró. Sin vacilar. Sin mirar atrás. Con la seguridad de quien llega a donde debe estar.

Miguel nunca había tenido mascotas. No por falta de cariño, sino porque no se creía capaz de cuidar de nadie. El cuidado no era solo comida y un cuenco, era responsabilidad, presencia, calor. Y él, pensaba, llevaba demasiado tiempo sin eso. Vivía solo, tenía treinta y cinco años. Quince de ellos los había pasado en la misma fábrica. Tras el divorcio con Natalia, sus conversaciones se reducían a cuatro frases al día: en el supermercado, en el trabajo. Lo demás era silencio, la radio de fondo, la luz tenue de una lámpara y el plato de comida sobre la mesa.

Se rendía. Sin drama. Sin aspavientos. Desapareciendo poco a poco, como una sombra al atardecer.

Hasta que llegó la gata.

Al principio, solo estaba ahí. Luego empezó a despertarlo: se subía a su pecho, lo miraba fijamente, en silencio, hasta que él cedía. La seguía a la cocina, le ponía agua, le servía pienso. Poco a poco, el pienso fue mejor. Luego llegó el comedero con patas de goma. Más tarde, una alfombrilla.

Y entonces, empezó a hablarle.

No con un “misu-misu”, sino en serio. Con preguntas, pausas largas, cambios de tono. Ella escuchaba. Se sentaba a su lado, movía las orejas, parpadeaba en el momento justo. Y a él le parecía, casi, que entendía. Su silencio no era indiferencia. Era atención.

Empezó a volver a casa antes. Por primera vez en años, cocinaba: sopa, pasta, tortilla de patatas. Ponía música. A veces leía en voz alto. A ella le gustaba. Se encaramaba al alféizar, enroscando la cola alrededor de sus patas, y él sentía que el silencio ya no pesaba. La casa dejó de ser un refugio de cemento para volver a ser un hogar.

Hasta que un día se dio cuenta:

—Estoy viviendo. No sobreviviendo. Viviendo.

Y todo por ella.

Pasaron seis meses. Llegó la primavera, el aire traía polvo y frescura. Y de pronto… desapareció. Salió al atardecer, como siempre, y no regresó.

Al principio no se alarmó. Los gatos son así. Luego vino la inquietud. Después, el desconsuelo. Recorrió todo el barrio. Miró bajo los coches, preguntó en los portales, revisó los patios. Pegó carteles, llamó a protectoras. Hasta habló con vecinos con los que no cruzaba palabra desde hacía años.

Nada.

El silencio regresó, pero ahora era distinto. Aterrador. Volvió a llegar tarde. Dejó de comer. La música se apagó. Solo se sentaba en la cocina con una taza, mirando su reflejo en el cristal oscuro. Todo volvía al principio. El vacío. El silencio. Solo que ahora sabía cómo podía ser distinto. Y eso dolía el doble.

Pasaron más de dos semanas.

Una tarde, de vuelta del trabajo, una voz lo detuvo:

—¡Señor! ¿Es suya?

Se giró. Una niña de unos diez años, con una chaqueta roja, sostenía entre sus brazos a algo sucio, despeinado… pero suyo. No se equivocaba. Era ella. Su gata.

—Llegó a mi casa hace una semana —dijo la niña—. La he estado alimentando. Pero hoy salió tras usted. La seguí. Creo que lo buscaba.

Miguel contuvo la respiración. Alargó las manos con cuidado. La gata no se resistió. Solo apoyó la cabeza en su barbilla y ronroneó. Él cerró los ojos para que no lo vieran llorar en mitad de la calle.

—Gracias —susurró—. ¿Cómo te llamas?

—Lara —respondió la niña—. ¿Y ella?

Se dio cuenta de algo: la gata no tenía nombre. Nunca la había llamado de ninguna manera. Simplemente estaba ahí.

Miró a Lara, luego a la gata. Y sonrió:

—Alegría.

—Qué bonito —dijo la niña—. Le queda bien.

Ahora, Miguel veía a Lara en el parque a menudo. A veces se sentaban en un banco, hablaban del colegio, del cine, de las travesuras de la gata que una vez robó un trozo de chorizo del plato. Otras veces solo se saludaban de lejos, pero en ese gesto había algo auténtico. Cálido.

Mientras, la gata dormía en el alféizar. O saltaba sobre los cojines. O se tumbaba en su regazo cuando él volvía a leer en voz alta. A veces, él le contaba cosas que no compartía con nadie. Sobre la vida. La soledad. Sobre Natalia. El miedo. Ella escuchaba. En silencio. Sin juicios.

Y cuando, en algún momento, rozaba su frente con suavidad, él sabía: estaba allí. Era Alegría.

Y él volvía a vivir. Sin miedo. Sin esconderse. Notaba el amanecer, el sabor del pan recién hecho, el aroma de la madera mojada en abril. Volvía a estar—con el mundo. Consigo mismo. Con ella.

Con Alegría.

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Cuando llegó la Alegría