Leonardo se movía por la cocina diminuta como un tigre enjaulado. Frotaba las manos, recolocaba los platos, movía el azucarero, buscando refugio en una rutina que detestaba. El monólogo en su cabeza no cesaba. Había que hablar. Ponerle fin. No podía más.
Marta, sin duda, lloraría. Le rogaría que se quedase. Le diría lo cansada que estaba, lo mucho que intentaba. Prometería que aún había solución. Pero él lo sabía: todo había terminado. Ya no eran nada. Solo dos desconocidos unidos por una hipoteca y un frigorífico. Sin amor, sin respeto, ni siquiera rencor. Vacío.
Oyó girar la llave en la cerradura. Respiró hondo, como antes de un salto al vacío.
Marta entró en el piso y se dejó caer en el recibidor. Lo primero—quitarse esos malditos zapatos nuevos. El día había sido insoportable—trabajar como asesora en una tienda de ropa del centro comercial la convertía en una máquina multitarea: atender, traer, probar, ayudar. La primavera despertaba en la gente ansias de cambio: algunos buscaban amor, otros, un vestido nuevo.
—Hola. ¿Cansada? —preguntó Leonardo con cautela.
—Muerta. No he parado ni un minuto —suspiró ella, sin mirarlo.
—Ya. ¿Y la cena?
Marta asintió y entró en la cocina. Veinte minutos después, los fogones hervían, las sartenes chisporroteaban, y el aroma a comida llenaba el aire, un aroma en el que Leonardo aún intentaba encontrar sentido.
Se plantó en la puerta, reuniendo valor. Inspiró profundamente.
—Marta… —comenzó— tenemos que hablar.
Su esposa se volvió, sin dejar de pelar zanahorias. Ni sorpresa, ni temor.
—Vamos a separarnos —soltó él—. No aguanto más. Somos extraños. Me has robado toda inspiración. Yo soy artista, y tú… eres rutina. Exiges dinero, no me dejas crecer, me cortas las alas. Así no quiero seguir.
Fue improvisado, pero le sonó dramático. Casi como en una audición.
Marta siguió pelando mecánicamente, hasta que, de golpe, arrojó la zanahoria al fregadero, se quitó el delantal, apagó el fuego y lo miró.
—Vale —dijo con calma—. Venga, Leonardo. Al diablo con esta vida.
Se quedó paralizado. Esto no entraba en sus planes. ¿Dónde estaban las lágrimas? ¿El drama?
Mientras él procesaba su reacción, Marta se sirvió café, sacó queso y galletas, y se sentó a la mesa.
—Martita… estás en shock, lo entiendo. Pero tú también lo sentías, ¿verdad? Cocinas sin pasión. Todo es automático…
—Sí. Sin pasión —repitió ella, dando un sorbo al café.
La conversación se desmoronaba. Perdía el guión.
—Hay que decidir lo del piso —murmuró él, incómodo—. Y lo demás…
—Pensé que estabas tan ahogado por la rutina que lo dejarías todo sin mirar atrás. Pero mira tú, la hipoteca te preocupa —espetó ella, irónica—. Bien. Quédate con el piso. Pero devuélveme la mitad de lo pagado. Me iré con mi padre. Es mayor y me necesita.
—Qué materialista eres —suspiró Leonardo. Él imaginaba algo más sencillo. Soñaba con una carrera en el cine, iba a castings mientras trabajaba de vigilante. Todo lo que ganaba se lo daba a ella, sin preguntar. Y ahora… dinero, porcentajes, papeles.
Quería libertad. Y obtuvo cuentas.
—Marta, quédate con todo. Me pagarás cuando puedas. No soy un monstruo —añadió con pomposidad, como si le regalase un castillo, no un piso.
—Gracias. Por cierto… ¿tienes a alguien? —preguntó con indiferencia.
—Eso no importa —masculló él. Que pensara que tenía opciones.
Se marchó con una victoria efímera. Libertad. Una vida artística sin sartenes ni reproches.
Pasaron seis meses.
Leonardo estaba frente a aquella puerta, titubeando. Todo había cambiado. Vivir con su madre era un infierno. Le reprochaba el divorcio, su carrera frustrada, lo echaba por cualquier excusa, montaba escenas si llevaba mujeres a casa. Hasta una camarera huyó, incapaz de soportar sus críticas.
Su madre era peor que Marta. Mucho peor.
La cereza del pastel: le pidió que se marchase. Estaba segura de que él tenía a alguien. Discutieron. Lo llamó perdedor y le exigió un trabajo estable, no sueños de cine.
Y entonces, Marta llamó. Quería cerrar el tema del piso y el divorcio. Y ahí estaba él.
Ensayó mentalmente la mirada sufrida, las palabras de arrepentimiento, la lágrima contenida.
Pulsó el timbre.
—Hola. Pasa —dijo ella al abrir. Lucía… radiante. O quizá él solo la extrañaba.
Entró en la cocina como si aún fuese suya. Y se quedó helado.
Un hombre semidesnudo, en pantalones de deporte, freía carne en la sartén. En la mesa, un fajo de billetes.
—¿Quién eres tú? —preguntó Leonardo, con la voz quebrada.
—Javier —contestó el tipo, sin volverse.
—Martita… ¿podemos hablar? —balbuceó él.
Ya dentro, susurró furioso:
—¿Quién es ese? ¿Qué hace aquí?
—Preparando la cena —respondió ella, serena.
—¿Y yo?
—Tú te marchaste.
Silencio. Pesado como una sentencia.
—¿Y si… vuelvo?
—¿Adónde? El puesto está ocupado. A Javier no le molesta mi «pragmatismo». Le importa la familia, los hijos, la casa de campo. Nos casaremos en cuanto salga el divorcio.
—¿Y tú?
—Yo también.
—¿Y yo? —gritó él—. ¿En qué es mejor que yo?
—En que tú me alimentabas con promesas. Y él, con cenas.
Moraleja: Las palabras se las lleva el viento, pero quien pone la mesa, siempre tendrá un lugar en ella.