Hacía apenas unos meses, aquel pequeño quiosco en la plaza de Lavapiés estaba lleno de vida: estudiantes comiendo helados, riendo, discutiendo sobre películas y videojuegos. En otoño, llegaban los obreros con chalecos naranjas cubiertos de polvo para almorzar y hablar de quién se había casado, quién había dejado el trabajo o quién estaba exhausto. Pero ahora era febrero. Gris, gélido, silencioso. Nadie en los bancos. Solo Lucía. Envuelta en su bufanda como en un capullo, invisible para el mundo.
El viento arrancaba las últimas hojas secas de los árboles, silbaba en sus oídos, penetraba hasta los hombros. Pero ella no se movía. Permanecía sentada, clavando la mirada en el asfalto, como si bajo las capas de hielo y sal estuviera la respuesta. O al menos un respiro.
Al lado, una bolsa de plástico. Del desayuno—un yogur comido sin pensar, sin sabor, sin necesidad. Quedaban cuarenta minutos para la cita con el médico. No quería ir. Tampoco volver a casa. No tenía adónde ir. Solo deseaba quedarse allí. Que nadie la tocara, que nadie preguntara, que nadie la mirara.
Ayer en el centro de salud le dijeron: «Nada grave. Un poco de ansiedad. Cansancio. Necesitas descansar». El médico habló con la indiferencia de siempre. La enfermera revolvió papeles. Y Lucía asintió, como siempre. Como en casa, como en el trabajo. Y salió sin saber qué hacer. Ya no sentía que formaba parte de la vida. Estaba al otro lado del cristal: veía, pero no podía tocar.
Cada mañana despertaba con un nudo en la garganta y las ganas de esfumarse. No morir. Simplemente desaparecer. Ser invisible en la calle, en el metro, en los pasillos del instituto. Que nadie preguntara: «¿Dónde estabas?», «¿Por qué no llamaste?», «¿Qué te pasa?».
En casa, su hijo adolescente. Sus conversaciones se reducían a: «¿Has comido?» — «Sí». Su marido casi no hablaba. Un silencio que crecía entre ellos como un muro. Gris, sólido, insalvable. Ni siquiera las miradas lo atravesaban. No se peleaban. Simplemente dejaron de hacerlo. Como si el amor se hubiera agotado, dejando solo vacío.
El trabajo—contabilidad en un colegio. Nadie la molestaba. En teoría, era bueno. Pero en ese silencio a veces quería gritar. Hasta quedarse sin voz. Hasta que doliera.
Alguien se sentó a su lado en el banco. Un anciano. No preguntó. Solo ocupó su espacio. Chaquetón arrugado, gorro de lana. En las manos, un periódico viejo, doblado como unos guantes después del invierno. Lo desplegó con un gruñido, como si luchara contra el viento. Se aclaró la garganta:
—Hoy corre mucho aire. Se te clava en los huesos.
Lucía asintió levemente. Sin mirarle. El frío era intenso, pero no era eso lo que la helaba.
Pasaron unos minutos.
—¿Y usted por qué está tan…? —hizo una pausa— como si no estuviera aquí?
Ella esbozó una sonrisa. La primera en días.
—Estoy aquí. Solo que no tengo con quién hablar.
—Ajá —asintió él—. Lo entiendo. Cuando murió mi mujer, me pasó igual. Todo seguía igual, pero no había nadie. Luego se me pasó. No sé si fue acostumbrarme a estar con el perro o si el alma se secó. O quizás aprendí a hablarme a mí mismo. En el banco es más fácil.
Lucía giró la cabeza.
—¿Cuánto lleva solo?
—Ocho años. Al principio contaba los días. Luego dejé de hacerlo. Solo recuerdo su cumpleaños. El mío ya no.
Lo observó. Un rostro común. Arrugas alrededor de los ojos. Una mirada cálida, discreta, viva. Como una manta vieja—simple, pero reconfortante.
—¿Y usted a quién espera aquí?
Sonrió con ironía.
—A nadie. Aquí las paredes no aprietan. En casa sí. Pero aquí… hay aire, gente que pasa, alguien pasea a su gato, otro come pipas. A veces se sienta alguien como usted. Charlamos. O callamos. Eso también es hablar. Si se hace bien.
Callaron. Pero no como antes. Ahora era un silencio compartido. Diez minutos sin moverse. Los árboles crujían, alguien pasó corriendo, un perro ladró a lo lejos. Y entonces lo sintió: algo se removía dentro de ella. No era dolor. Ni alivio. Solo vida. Como una pequeña grieta, invisible hasta que alguien la nota.
—He pensado algo —susurró—. A veces no hace falta un médico. Hace falta alguien. Alguien que se siente a tu lado. Que no pregunte. Que no exija explicaciones. Que simplemente… esté.
El anciano no respondió. Colocó el periódico sobre sus rodillas y lo alisó con la palma de la mano, lentamente, como si acunara algo. En su silencio no había indiferencia, sino aceptación.
No fue al médico. Se quedó allí. Hasta que llegó su autobús. Entonces él se levantó, le hizo un leve gesto de despedida y se marchó. Sin volverse. Con esa leve inclinación de los hombros de quien ha vivido tanto. Y ella se quedó.
Pero ya no era la misma.
A veces, lo único que necesitamos es alguien. No alguien cercano. No para siempre. Solo alguien que se siente a tu lado y no te deje desaparecer en tu propio silencio. Alguien que te vea, que no juzgue, que no pregunte “por qué”. Que simplemente esté. Ahí.
A veces, eso es suficiente.