—Natalia, tengo noticias que no son buenas—, Alejandro dejó la cuchara en el plato y bajó la mirada. —Con mamá es un desastre. Ya tiene ochenta años. No puede valerse sola. Necesita cuidados constantes.
—Eso es lo que temía…—, suspiró Natalia, secándose las manos con un paño. —¿Hablaste con Sergio? Probablemente tendremos que buscar una cuidadora. No podemos con todo nosotros solos.
—Hablé con él. Y decidimos que una cuidadora es demasiado caro. Además, da miedo dejar entrar a un extraño en casa. Sería mejor que alguien de la familia se encargara.
—¿”Decidimos”?—, Natalia se puso alerta. —¿Ya lo habéis hablado tú y tu hermano?
—Sí. Y llegamos a la conclusión de que tú eres la mejor opción. Mamá te conoce, te aceptará. A un extraño, no. Y además, estás en casa, podrías dejar el trabajo y cuidar de ella.
A Natalia se le encogió el pecho. Trabajaba como contable y le faltaban poco más de tres años para jubilarse. ¿Dejar el trabajo? ¿Perder antigüedad y pensión?
—Ale, necesito pensarlo. No soy de hierro. Tampoco estoy en plena forma. Y… ni siquiera me consultasteis. Me habéis puesto ante los hechos consumados.
—Nati, ya sabes que mamá nos regaló este piso. Lo dio todo por nosotros, ahora nos toca ser agradecidos. Sergio y yo ayudaremos, no estarás sola.
Ella sabía que “ayudarían” solo si les convenía. En realidad, todo caería sobre ella. Pero no discutió. Pidió un mes de vacaciones en el trabajo, “por cuidado familiar”, y puso una condición clara:
—Solo un mes. Luego lo reevaluamos. No me comprometo sin fecha límite.
—De acuerdo. Mientras tanto, trasladamos a mamá aquí, será más cómodo. No podemos andar yendo y viniendo.
A la mañana siguiente, Valentina, la madre de Alejandro, apareció en el umbral de su piso de dos habitaciones en Alcalá de Henares. Demacrada, se movía con dificultad. Trajeron una silla de ruedas, extendieron una manta, ordenaron los medicamentos, colocaron palanganas, almohadas, mantas. El olor a lejía y vejez llenó el aire.
Alejandro no tardó en dar órdenes:
—Ponle un cojín en la espalda. La sopa se ha enfriado, recalienta. Y asegúrate de que se tome todas las pastillas, ¡ahora es tu responsabilidad!
Natalia calló y lo hizo todo. Pero ya no tenía cuarenta años. Le dolía la espalda, la presión le jugaba malas pasadas, las articulaciones le ardían. Y su suegra, como si fuera a propósito, empezó con pequeñas maldades: derramaba el zumo, escondía las pastillas, se quejaba del ruido.
A los pocos días llegó Sergio con su mujer, Lidia. Sin quitarse los abrigos, recorrieron el piso como si fuera un museo, comentando en voz alta: “Aquí mamá no podrá respirar”, “Aquí hay corriente”. Natalia se quedó en un rincón, como una sombra.
—Mamá, ¿qué tal estás? ¿No te está molestando Natalia?—, preguntó Sergio.
—Hijo, ¿quién querría cuidar de una vieja?—, se lamentó Valentina. —Me mira como si fuera una carga. Ni cocina bien ni me hace caso. Todo lo hace de mala gana…
Natalia no pudo aguantar.
—Mañana habrá paella. Hoy hay filetes y sopa. ¿Para qué tanta comida de una vez?
—Natalia—, intervino Lidia—, ¿cómo es que no cocinas todos los días? ¡Es una persona mayor! Deberías alimentarla como a un niño. ¿O es demasiado para ti?
—Lidia, cocino, lavo, limpio, baño… Prueba tú primero, luego hablamos. Cuando os toque a vosotros, haced lo que queráis.
—¡Pero yo trabajo! No puedo. Y… ¡no sé hacerlo!—, se apresuró a decir Lidia, perdiendo su arrogancia.
Se marcharon igual que llegaron, sin ofrecer ayuda.
Y Alejandro, a pesar de sus promesas, eludía cada vez más responsabilidad:
—Nati, tú eres la mujer. Tú puedes. Yo llego tarde del trabajo, estoy agotado. Además, es tradición que las nueras cuiden de las suegras. Nadie se ha quejado antes.
Natalia guardó silencio. Contaba los días para volver al trabajo.
Tres semanas después, Alejandro llegó con “noticias”:
—Sergio y yo lo hemos decidido. Mamá hará testamento a tu nombre con el piso. Y tú dejas el trabajo y te encargas de ella para siempre. Será lo justo.
—¡¿Qué?!—, Natalia palideció. —¿De verdad crees que cambiaría mi vida por unos metros cuadrados? ¡No quiero un piso a costa de mi salud! ¡No quiero años de cuidados a cambio de una herencia!
—¡Piensa en tu hijo! Podríamos vender el piso, repartirlo, y Pablo recibiría algo.
—Quizá dentro de diez años. O quince. ¿Y yo? ¿Debo borrarme?
Alejandro calló, con cara de ofendido.
—Me da igual el piso, Ale. Quiero vivir. Quiero volver a trabajar, tomar café por las mañanas, leer libros, no ir detrás de palanganas. ¡Tienes un hermano, que asuma su parte por una vez! ¡O contratad una cuidadora!
—¡Siempre el dinero! ¡Y tu sueldo es una miseria! Será mejor que te quedes en casa.
—¡No! ¡Mi decisión es firme!—, Natalia lo miró fijamente. —Haced lo que queráis. Pero yo no cuidaré más de Valentina.
Una semana después, Natalia empacó en silencio, sin escándalos. Alquiló una habitación en un piso compartido. Su hijo, Pablo, la apoyó: prometió ayudarla económicamente, llamar, visitarla.
Alejandro pronto entendió que su madre necesitaba atención. Encontraron una cuidadora rápido. Profesional, con referencias.
Y Natalia, por primera vez en años, se sintió libre. Sin culpa. Sin obligaciones. Simplemente una mujer. Que, al fin, había elegido su propia vida.