Secretos familiares y un nuevo hogar

**Secretos Familiares y un Nuevo Hogar**

«¡Venid al pueblo con tu marido!» —insistía mi madre—.
«Claro, mamá, iremos» —respondí, disimulando el cansancio en mi voz—. «Cuando Laura termine los exámenes, los tres iremos. Adrián también quiere. Antes iba a ver a los suyos, pero desde que faltaron, ni pisar quiere».
«¿Cómo es eso? —se extrañó—. Pero si tiene hermanos, familia…».
«No le gusta hablar del tema —susurré—. Visitamos las tumbas, pero solo un día. Sin ver a nadie. Él ayudaba mucho a sus padres, pero cuando murieron, todo se torció…».

«Verónica, ¿por qué cargas tú con todo? —protestó mi madre—. ¿Qué clase de marido es ese? Hombre sano y lo mimas como a un niño. ¡Deberías cuidarte más! Lo único que hace es sacar la basura…».
«Mamá, ya hablamos de esto. No cargo con nada. Nos queremos, y él trabaja».
«No es el dinero, ¡es que en casa no mueve un dedo!».
«¿Y qué quiere que haga? El piso es pequeño. Llega y se tumba en el sofá. No hay más».
«¿Y cuándo os mudáis a algo mejor? Dos habitaciones y ya está».
«No sé —contesté con tristeza—. Lo hablamos, ahorramos, pero ahora dudamos…».

Laura terminaba el instituto y luego iría a la universidad. Yo añoraba el pueblo. La ciudad nunca fue mi hogar, por mucho que viviera aquí. Sales a la calle, y solo viejas cotilleando en los bancos. En el pueblo también hay chismosas, pero al menos el aire es familiar.
«Venid a verme» —insistía mi madre.
«Iremos, cuando Laura acabe. Adrián vendrá. Antes pasaba todos los veranos con sus padres, pero desde que murieron, evita hasta el recuerdo».
«¿Y su familia? Las tumbas…».
«No le menciones eso. Va, pero rápido, sin ver a nadie. Todos se pelearon».

Adrián era el pequeño. Cada verano ayudaba en el pueblo de Toledo: arreglaba la casa, construyó un cobertizo, compraba herramientas a su padre. Sus padres le daban dinero, pero él a menudo ponía de su bolsillo. Cuando fallecieron, sus hermanos se repartieron todo lo valioso. «Tú en la ciudad no lo necesitas», dijeron al llevarse las herramientas. Hasta el viejo aparador quedó vacío, sin los recuerdos que Adrián quería guardar.

Solo quedó un juego de cubiertos de alpaca, docenas de piezas en una caja oscurecida. Nadie las quiso. Adrián se las llevó. Yo no dije nada; era lo único que quedaba de sus padres.
«¿Y la casa? —preguntó mi madre—. Debieron repartirla».
«No. Un sobrino se instaló. Hubo testamento. Adrián no discutió, pero casi llegan a las manos. Ahora son enemigos bajo el mismo cielo».
«¿Y los cubiertos? ¿Seguían negros?».
«Los limpié. Adrián se emocionó como un niño. Dijo que solo los vio así de brillantes cuando era pequeño. Alguien se los regaló a sus padres, pero ellos los guardaban sin usar…».

En el pueblo de mi madre, todo era tranquilo. Adrián recorrió el patio, calculando qué arreglar. Nadie le daba órdenes como sus hermanos, que solo mandaban sin hacer nada.
«Verónica, ¿y si ponemos una valla? ¿A tu madre le parece bien? Tenemos ahorros —preguntó Adrián al acostarse—. También hay que arreglar la cocina de verano…».
«Le preguntaré —dije sonriendo—. ¿Y no te quedarás tumbado en el sofá?».
«Esto no es la ciudad. Una casa propia es distinto».

Mi madre se alegró cuando Adrián empezó con la valla. Ni lo esperaba; con la vieja le bastaba. Y cuando arregló la cocina, casi llora de felicidad.
«¿Para qué comprar otra casa? Aquí tenéis una, cerca de la ciudad. A mí no me queda mucho…».
«Mamá, está Laura. Debemos trabajar».
«Laura es responsable, siempre con libros. Hasta sola puede quedarse. El pueblo está cerca, podéis iros y venir. Hay trabajo. Un agricultor nuevo paga bien, con invernaderos y tierras…».
«No sé. Es un cambio muy grande».
«La casa es amplia, no os molestaré. Yo no pido mucho. Solo te tengo a ti. Mi sobrina solo viene por dinero».

«¿Por dinero?».
«Me arrancó unas malas hierbas y quiso que le pagase. Ni se lo pedí. No la dejo entrar; ya sabes, donde pone el ojo… Quiso registrarse como mi cuidadora para cobrar, pero no estoy tan mal. Tú vienes. Lástima que Adrián no viniera antes. Me arrepiento de lo que dije de él. No os presiono, pensadlo».

«Tía, ¿de dónde sacaste esa valla? ¡Decías que no llegaba la pensión! ¿Te duele pagarme? —gritó mi sobrina Lucía al aparecer—.
«Hablando del rey de Roma… —suspiró mi madre—».
«Yo me encargo» —corté—. «Hola, prima. ¿A qué vienes?».
«Es que…».
«¡Nada de “es que”! Ahora vivimos aquí. No necesitamos ayuda».
«Entendido. No volveré» —refunfuñó Lucía antes de irse.

Un año después, Adrián contaba los días para mudarnos. Laura terminó el instituto y empezó la universidad. Encontramos trabajo y compramos un coche. Si no nos gustaba, podríamos volver, aunque no lo creímos. Nos instalamos.

Mi madre sugirió exponer los cubiertos de alpaca en el aparador. Había espacio desde que trasladó su vajilla vieja a la cocina; solo juntaba polvo.

Mi madre vivió doce años más. Nadie pensó en testamento; su hija y yerno ya vivían allí. Adrián se convirtió en el dueño: arreglaba, renovaba.

Al repartir la herencia, apareció un papel: la casa sería mitad para cada uno. Una nota decía: «Perdona, hija. Es lo justo. Sois un equipo. A él la vida ya lo dejó sin nada. Sabes a qué me refiero».

Adrián se emocionó. No esperaba eso de su suegra. Con los años, tuvimos un hijo. Cuando Laura anunció su segundo embarazo, decidimos ayudarlos con una casa. Recordábamos lo apretado que era un piso con un niño, y no nos atrevimos a tener otro.

Ahora, la familia de Laura visita el pueblo a menudo. No tenemos más parientes. Los cubiertos brillan en el aparador, recordando a los padres de Adrián.

**Lección:** A veces, el hogar no es un lugar, sino las manos que lo reconstruyen. Y la familia no siempre es sangre; es quien seca tus lágrimas sin preguntar por qué lloras.

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