Sueños Rotos y el Milagro de Año Nuevo

**Sueños rotos y un milagro de Navidad**

Había pasado más de un año desde que Lucía empezó a salir con Sergio. Sus citas eran tan escasas que podían marcarse en el calendario con un rotulador rojo, como si fueran festivos. Él vivía en Barcelona, y solo viajaba a aquel pueblo cerca de Valencia por negocios de su empresa. Tenían planes grandiosos para el futuro, y esta Navidad iban a decidir quién se mudaría con quién. Pero de repente sonó el teléfono. Lucía se sobresaltó al ver el nombre de Sergio en la pantalla.

—Hola, cariño —dijo ella, intentando sonar dulce a pesar del día caótico.

Pero al otro lado, una voz femenina cortante la interrumpió:
—¡Hola, zorra! ¿Creías que iba a dejar a mi familia por ti?

Lucía se quedó paralizada, sin poder articular una sola palabra.

Esa mañana, todo había salido mal. La llamaron de la oficina exigiendo que fuera a firmar un contrato urgente con socios extranjeros. A nadie le importaron sus planes de ir a la peluquería. El director general disfrutaba de unas vacaciones en la playa mientras ella, frunciendo el ceño, masculló un par de palabrotas, llamó un taxi y se dirigió al trabajo.

Al salir del edificio, recordó que tenía que recoger el vestido que su amiga Carmen, que trabajaba de costurera, le había ajustado. El vestido, comprado para Nochevieja, le quedaba ahora como un saco. Lucía prefería pensar que había adelgazado y no que la tela era de mala calidad. Marcó el número de su amiga:
—Carmen, lo siento, ¡se me olvidó lo del vestido!
—Lucía, ¿dónde estabas? ¡Llevo una hora llamándote! —gritó Carmen entre el bullicio de la estación de tren.
—Es que el jefe… —suspiró Lucía—. Bueno, ¿y el vestido? ¿Puedo pasarme?
—Lo siento, Lucía —la voz de Carmen tembló—. Ya estamos en la estación, el tren sale en media hora.

Lucía bajó el teléfono sintiendo cómo se desvanecían sus ilusiones. «Bueno —pensó—, sin vestido, sin peinado, pero es Nochevieja. Pronto llegará Sergio y lo celebraremos juntos. No todo está perdido».

A sus veintiséis años, Lucía seguía siendo una romántica que creía en los milagros. Incluso después de un día horrible, esperaba que la magia de la Navidad la rescatara.

Cuando el teléfono sonó de nuevo, se sobresaltó. Al ver el nombre de Sergio, respiró hondo para responder con entusiasmo.
—Hola, amor —comenzó.
—¡Hola, zorra! —la cortó la misma voz femenina—. ¿Pensabas que dejaría a su familia por ti? ¡Olvídalo o te arrepentirás!

El silencio en la línea fue como un mazazo. Las citas esporádicas, los fines de semana en silencio, las excusas extrañas de Sergio… Todo cobró sentido. Caminó lentamente hacia la parada del autobús, apoyándose en una farola mientras el mundo se le venía encima. «Zorra». La palabra le quemaba como hierro al rojo. Su mundo se desmoronaba en un instante. El año viejo se iba, llevándose consigo todo en lo que había creído.

—¿Señorita, está bien? —una voz grave la sacó de su ensimismamiento. Ante ella, un hombre con una barba espesa y un abrigo rojo con ribetes blancos la observaba con preocupación.
—No —susurró Lucía, conteniendo las lágrimas—. ¿Y usted quién es?
—¡Pues Papá Noel, ¿quién si no?! —dijo él con una sonrisa—. Vamos, que te vas a congelar.

La tomó del brazo y la guió hacia su coche. Lucía, demasiado aturdida para protestar, solo atinó a gritar cuando el auto arrancó:
—¡Pare! ¿Adónde me lleva? ¡Déjeme bajar!

El conductor se detuvo y se volvió hacia ella:
—Solo quería ayudar. Iba a invitarte a un café con algo caliente. Estabas helándote ahí fuera, y además… es Navidad, y yo, bueno, voy de Papá Noel.

La última frase sonó torpe, pero Lucía, inesperadamente, soltó una carcajada. La risa le brotó sin control, como un alivio tras el día infernal: el vestido arruinado, el pelo sin arreglar, la traición de Sergio y ahora este extraño «Papá Noel».
—Perdone —logró decir entre lágrimas.
—No pasa nada —sonrió él—. El año viejo se lleva lo malo. Todo mejorará. Mira, mi mejor amigo hoy canceló nuestros planes de quince años por su nueva mujer. ¡Toda una tradición a la basura!

De pronto, Lucía sintió un peso menos. Quizá fuera el frío, o quizá este encuentro absurdo, pero algo dentro de ella se calmó.
—Deben de estar esperándole —dijo el hombre al poner el coche en marcha—. ¿Adónde la llevo?
—No tengo a nadie —respondió con una sonrisa triste—. No hay vestido, ni peinado, ni planes. Estoy más libre que el viento. Ni siquiera sé qué hacer.
—¿Entonces celebramos juntos? Conozco un sitio acogedor, prometen una noche mágica.
—Me parece bien, pero antes paso a cambiarme —dijo Lucía. No quería pasar la noche sola.

En casa, se vistió rápidamente y regresó al coche con una sonrisa y cierta expectativa. En la cafetería, decorada con luces parpadeantes, pudo ver bien a su acompañante.
—¿Por qué va disfrazado de Papá Noel? —preguntó, riendo.
—Ah, es una historia larga y ridícula —se rio él mientras se quitaba la barba postiza—. Me llamo Javier, por cierto.
—Lucía —dijo ella, tendiéndole la mano—. Cuénteme, Javier. Hoy necesito una historia divertida.

Javier pidió dos tés y comenzó a hablar. La conversación fluyó, y las penas se disiparon como la niebla al amanecer. Fuera, los copos de nieve caían suavemente mientras el Año Nuevo llamaba a la puerta.

Así terminaba el año viejo, llevándose el dolor y la decepción. Y el año nuevo le regaló a Lucía y Javier el comienzo de algo luminoso y verdadero: una historia de amor nacida bajo las luces navideñas. Lucía supo entonces que, después de todo, el milagro había llegado.

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