El enigma que desgarraba el corazón

Oye, te cuento esta historia que me tiene el corazón encogido.

Últimamente, a Pablo le daba la sensación de que sus padres le escondían algo importante, un secreto que pesaba como una losa. La idea le rondaba por la cabeza como una sombra, haciéndole sentir un nudo en el estómago. Pablo, un chico de once años con unos ojos azules claros y el pelo siempre despeinado, adoraba jugar al fútbol en la calle y soñar con aventuras, pero ahora se sentía perdido en sus propias dudas.

Cada vez que entraba en la habitación donde estaban sus padres hablando, su madre, Laura, se ponía colorada y su padre, Javier, empezaba a hacer chistes malos o a contar anécdotas viejas. Algo pasaba a sus espaldas, pero… ¿qué? Pablo, más intuitivo de lo normal para su edad, no lograba entenderlo. Lo había criado su abuela, Carmen, que le había enseñado a mirar el mundo con más profundidad que otros niños.

Para ella no importaba si Pablo iba impecable al colegio o si sacaba sobresalientes. Lo que le preocupaba era que su nieto amase los libros. Creía que la buena literatura y el calor de la familia lo convertirían en una buena persona. Incluso cuando Pablo ya sabía leer, ella seguía haciéndolo en voz alta, comentando los personajes, sus decisiones y las lecciones de vida. Su padre, Javier, protestaba a veces, diciendo que un niño no necesitaba tantas “fantasías”, pero Carmen siempre se salía con la suya: los libros le ayudarían a Pablo a encontrar su camino.

Pablo adoraba a su abuela y le contaba todos sus secretos. Pero ahora, con esas sospechas rondándole, ni siquiera se atrevía a hablar con ella. Su imaginación le pintaba escenarios terribles: ¿y si su padre no era solo un ingeniero en una fábrica, sino que trabajaba para los servicios secretos? ¿Un espía al que iban a descubrir? Se imaginaba a sus padres siendo detenidos, a él y a su abuela llevándoles comida a la cárcel… ¿Y si su madre también estaba metida en algo turbio? Entonces se quedaría solo con Carmen, mientras sus padres sufrían por culpa de secretos de estado.

—No pueden ser espías… —susurraba Pablo en su habitación de un pueblo cercano a Toledo—. Son demasiado buenos. ¿O los estarán chantajeando? Mamá es tan frágil…

A veces, las lágrimas le subían sin aviso. Sentía pena por ellos, imaginando que sufrían por algún secreto terrible. Su imaginación, alimentada por las novelas de aventuras que leía con su abuela, convertía cada palabra en un código secreto. De noche, se quedaba despierto, sobresaltándose con cada ruido, temiendo que vinieran a por ellos. No sabía cómo ayudarles, y eso le partía el corazón.

Sus padres se dieron cuenta de que algo andaba mal. Pablo estaba pálido, callado, ya no sonreía. Lo llevaron al médico, pero solo les decían: “Es la edad, el estrés, el colegio”. Les recomendaban que saliera más, que jugara al fútbol, que pasara tiempo en familia. Pero nada ayudaba: Pablo sentía que le ocultaban algo, y eso solo empeoraba su angustia.

Mientras tanto, Laura y Javier hablaban cada vez más de cómo contarle la verdad. El secreto que guardaban se les hacía insoportable. Lo posponían, esperaban el momento adecuado, pero sabían que no podían esperar más. Todo empezó con un encuentro inesperado en el supermercado. Una antigua vecina de su ciudad anterior los reconoció y empezó a hacer preguntas. El pueblo era pequeño, y los rumores volaban. Si Pablo se enteraba por otros, sería mucho peor.

Pablo no era su hijo biológico. Lo habían adoptado siendo un bebé. Por eso se mudaron, para empezar de cero y protegerlo de los chismes. No tenían planeado contarle nunca, pero ahora no había opción.

Un sábado de invierno, durante el desayuno, decidieron hablar. Carmen, como si lo hubiera intuido, se excusó y salió. Laura, jugueteando nerviosa con el mantel, empezó:

—Pablo, tenemos que hablar contigo. Es importante…

Su voz temblaba, pero respiró hondo.

—Te adoptamos, cariño. Eras muy pequeñito cuando te conocimos en el orfanato. Nos enamoramos de ti al instante.

Pablo se quedó helado, mirándolos con los ojos como platos. ¿Un orfanato? ¿Qué querían decir?

—Eres nuestro hijo, aunque no biológico. Te queremos, la abuela te quiere, tus tíos… todos te adoran —añadió Javier, tratando de sonar seguro.

De repente, Pablo esbozó una sonrisa… y luego se echó a reír. Sus padres se miraron, desconcertados.

—¿Y eso es todo? ¡Yo pensaba que os iban a detener por espías o algo peor! ¿Puedo irme al parque con los chicos?

Feliz, salió corriendo, dejando a sus padres boquiabiertos. El secreto que lo había atormentado tanto no era tan terrible, y su corazón voló liviano como una pluma.

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