Oye, te cuento lo que nos pasó… Fue como una novela, pero sin final feliz al principio. Mi propia madre casi arruina mi matrimonio con sus metomentis y sus reproches. Llegó un punto en el que tuve que elegir: o cortaba con ella o con mi marido. Ninguna opción me gustaba, así que la única salida fue mudarnos. Solo así pudimos salvar nuestra relación y lo poco que quedaba de mi paz mental.
Todo empezó cuando compré un pisito en un barrio tranquilo de Valencia, cerca de donde vivía mi madre. Parecía perfecto: ayuda a mano, cerca de la familia… Hasta que todo se torció.
Conocí a David, nos enamoramos y nos casamos. Él era de fuera, sin casa propia, así que después de la boda se vino a vivir conmigo. Al principio, todo era maravilloso: cariñoso, trabajador, honesto… Sabía que era el hombre con el que quería pasar mi vida.
Pero mi madre… Desde el primer día lo odió.
—¿Este es el que te has traído? Ni un duro, ni piso… ¿Te han dado un chollo en las rebajas? —soltaba con sorna en cuanto él salía por la puerta.
Yo intentaba defenderlo, le decía que lo importante no era el dinero ni el físico, sino cómo era él por dentro. Pero era como hablarle a la pared. Se reía y me susurraba: —Ya verás cuando tengáis hijos… Ahí llorarás.
Y aunque faltaba mucho para eso, mi madre convirtió nuestra casa en un infierno. Venía casi todas las noches. Me decía que había «caído muy bajo» y criticaba cada paso de David. Y él, oye, se partía el lomo por agradarla: la ayudaba, la llevaba en coche, lo que pidiera. Pero eso la ponía peor.
—¡La hija de Carmen tiene un marido de ensueño! Piso, coche, y a la suegra la adora. ¿Y el tuyo? ¡Un pan sin sal! Ni flores, ni detalles… Pareces su asistenta.
Si cosía un botón, montaba el drama: —¡Mira en lo que te has convertido! Remendando ropa porque tu marido es un pringado.
Cada visita suya era un espectáculo. Los vecinos ya cotilleaban, porque podía armar el pollo hasta en el rellano si no le abríamos. El móvil no paraba de sonar, y vivíamos con el corazón en un puño por si era una emergencia.
Hasta que un día, después de otra bronca, David y yo nos sentamos a hablar. Estaba claro: no podíamos seguir así. Decidimos alquilar mi piso y mudarnos temporalmente a casa de su madre, que tiene un trastero grande en Madrid y casi siempre está con su novio. Sería como vivir solos, pero sin el acoso diario. Así ahorraríamos para una hipoteca y empezaríamos de cero, lejos de tanto drama.
No se lo dijimos a mi madre. Sabíamos cómo acabaría. Pero, claro, no duró el secreto. Las vecinas chivaron que nos veían cargar maletas. Mi madre llegó echando chispas.
—¿Esto es idea suya? ¿Tanto miedo tiene a que te abra los ojos? —gritó, con los ojos llenos de rabia—. ¡Y tú! ¡Una pelele! Cambiando a tu madre por una vieja cualquiera.
David siguió guardando las cosas en el coche sin decir nada, y yo intenté explicarle que era MI decisión. Porque estaba harta. Harta de vivir asustada, harta de estar en medio. Si ella no se hubiera entrometido, no nos iríamos.
Solo me soltó: —¡Ya volverás llorando! —y cerró la puerta de un portazo.
Han pasado seis meses. Vivimos con mi suegra y, por fin, hay paz. Nadie llama a todas horas. Nadie insulta a mi marido. Los inquilinos pagan el alquiler y nosotros ahorramos. Todo va según lo planeado.
¿Mi madre? En tres meses no ha mandado ni un mensaje. Si la llamo yo, responde como si fuéramos desconocidas. Duele. No quería esto. Pero tampoco podía dejar que destrozara mi matrimonio.
Si algún día lo entiende, quizá podamos empezar de nuevo. Si no… Pues qué le vamos a hacer. Pero no dejaré que nadie, ni ella, vuelva a romper lo que he construido. Jamás.