**Matrimonio por casualidad, o cómo me convertí en marido por culpa de unas bragas y una terquedad absurda**
—¡Ponte las bragas rápido y sal! ¡En cinco minutos estaré en tu portal! —le grité al teléfono tan pronto como contestó.
La verdad, lo de las bragas fue solo una broma. Pensé que se reiría. Pero ella, en vez de eso, se quedó en silencio y luego susurró:
—¿Cómo sabes que en casa voy sin ellas…?
—¿Cómo? —me quedé paralizado.
—Pues tú has dicho…
—¿No lo sabías? Yo veo a todo el mundo con quien hablo.
—¡Mientes!
—No. Ahora mismo tienes el móvil en una mano y con la otra… te estás cubriendo.
—¡AY!
La llamada se cortó. Colgó sin más. Pero cinco minutos después, sonó otra vez:
—Hola… soy yo… se cortó la red.
No la dejé respirar:
—¿Segura que ese encaje te queda bien?
—¡AY!
Volvió a colgar. Esta vez durante horas. Hasta que, al fin…
—¿Y ahora qué tal voy? —su voz, tímida pero coqueta.
—¿Y yo qué sé? Solo estaba bromeando antes…
—¿Bromeando? —hizo una pausa—. ¿Bromeando? Pues mira, me he puesto esto solo por ti…
—¡Voy para allá! —dije, y en diez minutos estaba en su puerta.
Toqué el timbre mucho rato. Nadie abrió. Luego empujé la puerta… estaba abierta. Entré. Silencio, penumbra, ni un alma. Justo cuando pensé que había caído en una trampa de soledad, irrumpieron en la habitación dos tipos con máscaras y chalecos antibalas.
Resulta que el piso tenía alarma. Una “activación por acceso no autorizado”. Querían soltarme enseguida, diciendo que era un malentendido. Pero yo, como un tonto, me quedé. Y ya que estaba, decidí divertirme. Les reté a los guardias a un juego de cartas. Gané, no mucho, pero con estilo. Una botella de whisky y doscientos euros para la salida. Hasta me llevé algo de beneficio.
Salí de la comisaría cojeando, gimiendo, haciéndome la víctima. Su coche estaba ahí. Ella al volante, esperando. Pero fingí no verla. Pasé de largo, exagerando los quejidos. Me escondí en el primer portal.
Ella corrió, buscó. No me encontró. Volví a casa y apagué el móvil. Al día siguiente, activé el contestador:
*”Hola. Estoy en el hospital. Si sobrevivo, te llamo.”*
Me contaron después que llamó a todos los hospitales de Madrid. Sin respuestas, fue a urgencias en persona. Hasta que alguien soltó que me había visto por la ciudad, con una botella y de muy buen humor.
Las llamadas cesaron. Hasta que un día, otro teléfono sonó:
—¡Hola! Te invito a una boda.
—¿Quién es la novia? —ya lo sabía.
—Pues… ella.
—Ah, así… Vale, iré.
—¡Y lleva el DNI, por si faltan testigos!
Faltaban 24 horas para el Registro Civil. Las más largas de mi vida. Me arrepentí, me enfadé, perdoné, volví a arrepentirme. Al anochecer, entendí que sin ella no podía vivir. De madrugada, decidí que no era digno. Al amanecer, me convencí: sé hombre, afróntalo. No huyas. Ni aunque quieras escapar a Marte.
—*Cuanto peor, mejor* —murmuré mientras me abrochaba la camisa.
En el Registro había unas cuarenta personas. Todos conocidos. Yo era el espectáculo adicional al pastel.
Nos llamaron al salón. Sonó Mendelssohn, ese verdugo de los nervios masculinos. Y entonces la oficiante pronunció nuestros nombres. Me quedé helado.
En dos minutos, estaba casado. Hecho consumado. Luego vino el banquete. Bueno, ruidoso, caro.
Más tarde, cuando nos quedamos solos, ella preguntó:
—¿Contento?
—Mucho… —dije sinceramente—. Pero… si no hubiera venido, ¿qué habrías hecho? Con esa fortuna gastada…
—Tranquilo. Lo reservé bajo tu nombre.
Y así vivimos. Por casualidad. Pero con amor.
Moraleja: A veces, la terquedad nos lleva donde nunca imaginamos… y resulta ser el mejor destino.