Oye, déjame contarte lo que pasó con mi hermana, que todavía no me lo creo. Nos llamaré a mí Carmen y a ella Lucía. Siempre fuimos una familia unida, aunque cada una vivía de manera diferente: yo con mi marido, que le diremos Antonio, y los niños nos quedamos en el pueblo, mientras que Lucía se fue a Madrid a hacer carrera. Siempre nos pareció más moderna, segura de sí misma, con aspiraciones. Pero estábamos orgullosos de ella, la apoyábamos, nos alegrábamos por sus logros. Y ahora, después de lo que hizo, no sé ni cómo mirarla a los ojos.
Todo empezó con una celebración familiar que organizamos en casa de nuestros padres, a los que llamaremos Rosa y Manuel. Era el cumpleaños de mi madre, y queríamos reunirnos todos, como en los buenos tiempos. Antonio y yo preparamos todo con ilusión: cocinamos pasteles, adornamos la casa, hasta elegimos un regalo especial para mamá. Lucía prometió venir desde la ciudad y la esperábamos con ganas. Pero lo que pasó aquel día lo cambió todo.
Llegó el día de la fiesta, y Lucía apareció, pero no sola, sino con un hombre al que presentó como su prometido, y le llamaremos David. Nos sorprendió, porque nunca nos había hablado de él, pero lo recibimos con cariño. Sin embargo, Lucía estuvo rara toda la noche: fría, casi sin hablar con nosotros, y luego soltó que quería hablar de la herencia. Nos quedamos helados. ¿Qué herencia? ¡Si mamá está perfectamente!
Resultó que Lucía y David querían comprar un piso en Madrid, pero les faltaba dinero. Así que decidió que la casa del pueblo se podía vender para quedarse con su parte. “Total, vosotros ya vivís aquí, no os hace falta”, nos dijo, mirándonos como si fuéramos extraños. No podía creer lo que oía. ¿Cómo podía pensar así? Esa casa no son solo cuatro paredes: es nuestra historia, donde crecimos y donde nuestros padres pusieron todo su amor. ¿Y ella quería venderlo solo por su vida de ciudad?
Intenté explicarle que aquello no estaba bien, que no se podía hacer eso a nuestros padres. Pero Lucía se empeñó, y David ni siquiera la contradijo, como si llevaran tiempo planeándolo. Mamá se echó a llorar, papá se quedó callado, y Antonio, que siempre es tranquilo, estalló y le dijo a Lucía que había perdido el respeto. La celebración se arruinó. En lugar de una noche familiar, nos quedamos con gritos, rencores y una traición dolorosa.
Lucía se fue ese mismo día, dando un portazo. Nos quedamos en shock, preguntándonos cómo había podido hacernos eso. Mamá se culpaba, pensando que quizás no le había dado suficiente cariño. Papá dijo que no quería volver a verla. Y yo sentí que había perdido a una hermana. ¿Qué clase de persona pone el dinero por encima de la familia? Ya no reconocía a la Lucía con la que compartí mi infancia.
Después de aquello, Antonio y yo decidimos cortar el contacto con ella. No por rencor, sino porque su acto nos dejó claro que no le importábamos. Mis padres también dijeron que no querían saber nada de ella. “Si lo único que quiere es la casa, que siga con su vida”, dijo papá, y vi lo mucho que le dolía.
No sé en qué se ha convertido. Quizás Madrid la cambió, o tal vez fue culpa de David. Pero ya no quiero darle más vueltas. Acordamos con mis padres no volver a mencionarla. Si algún día pide perdón, igual lo pensamos, pero ahora solo siento rabia. No vamos a ir a Madrid ni a invitarla al pueblo. Que viva como quiera, pero sin nosotros.
Esta historia me hizo reflexionar sobre qué es la familia. Para mí es apoyo, cariño, estar ahí. Para Lucía, al parecer, solo es un negocio. No sé cómo vivirá con eso, pero sé que hicimos lo correcto al proteger a nuestros padres de su egoísmo.
Ahora intentamos no pensar en ella, aunque a veces es difícil. Mamá suspira al ver las fotos antiguas, pero yo le recuerdo que nos tiene a nosotros: a Antonio, a los niños y a mí. Seguiremos juntos, cuidando de nuestra casa y de nuestra gente. Lucía que siga su camino. Quizás algún día entienda lo que ha perdido, pero eso ya no es nuestro problema. Lo importante es que nosotros seguimos unidos, y ningún dinero podrá remplazar eso.