**El silencio antes de la tormenta**
En un pueblo olvidado por Dios, donde las calles polvorientas se extendían junto a campos interminables, el aire temblaba bajo un calor sofocante, como una cuerda a punto de romperse. Cinco días sin lluvia habían convertido todo en un desierto reseco y agrietado. El asfalto exhalaba un aliento de brasa, y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Todo resultaba insoportable: el chirrido de las persianas, el olor a aceite quemado de la cocina vecina, el sonido de una cuchara al caer al suelo. Hasta una mosca golpeando el cristal de la ventana sonaba como un toque de campana, como si presagiara la tormenta que nadie más podía sentir.
Lucía despertó en mitad de la noche con la sensación de que alguien estaba ahí. No una mirada, sino una presencia pesada, casi tangible, como una sombra agazapada en el rincón. Permaneció inmóvil, escuchando el silencio de su pequeño piso. Sofocante. No había abierto las ventanas; en ese pueblo, la noche no traía frescor, sino ladridos de perros, voces ebrias y el olor a tabaco barato. El aire era espeso, como en un granero abandonado. Su cuerpo ardía por dentro, como si no fuese el calor lo que la consumía, sino algo invisible que se había acumulado durante años, como el polvo en los rincones.
En la cocina, un grifo goteaba. Lucía se incorporó, aguzando el oído. *Ploc*. Silencio. *Ploc* otra vez. Se levantó, caminó descalza, esquivando las tablas crujientes como si temiese despertar a alguien, aunque sabía que estaba sola. En el suelo había una taza rota. Fragmentos afilados, como un corte reciente. Al lado, un charco de agua; no gotas, sino un círculo perfecto, como si alguien hubiera volcado un vaso. Redondo, tranquilo, ajeno. Lucía se quedó quieta. Vivía sola. Siempre había vivido sola. Pero esa noche, su certeza se resquebrajó.
Apagó la luz y volvió al dormitorio. El sueño no llegaba. La sábana se pegaba a su piel, la almohada era una piedra caliente. Se removió, buscando una brisa inexistente. Dentro de ella habitaba algo—no una voz, no una figura, solo una sombra. Como si alguien callase a su lado, y ese silencio fuese más potente que cualquier palabra. No daba miedo, pero desgastaba, como una grieta que se abre lentamente en el cristal.
Por la mañana preparó sopa. Dejó la olla enfriando, limpió la cocina sin necesidad, solo por ocupar las manos. Se sentó frente a la ventana y sacó un cuaderno viejo: páginas arrugadas, una mancha en la portada, anotaciones de compras, poemas de juventud, recetas y sueños. Había incluso un dibujo—una tetera con vapor, trazada con mano temblorosa años atrás. Hoy abrió una página en blanco y escribió: *”Nadie viene. Nadie pregunta. Pero aún estoy aquí.”*
Luego lo tachó. Despacio, como si borrase un pedazo de sí misma. La tinta se esparció, el papel bajo sus dedos áspero, rebelde.
Permaneció sentada mucho rato. Escuchando el runrún de la nevera, el portazo en la entrada. Alguien llegaba. No a su casa. Otra vez de paso. Los pasos en la escalera sonaban cada vez más lejanos con los años. El mundo se iba sin mirar atrás.
Lucía entró en la habitación y se sentó al borde de la cama, arreglando la manta de su marido, Santiago. No despertó. Respirando con esfuerzo, desigual, pero habitual. Ella puso una mano en su hombro. No se apartó. Aún sentía. Aún vivía. Y ella seguía ahí. Y mientras durase ese *juntos*, habría un sentido.
Se acostó a su lado. No para dormir. Para estar cerca. Solo yacer y respirar al unísono. Aunque fuera un rato. Aunque fuera esa noche frágil y silenciosa.
Dos días después, se armó de valor para llamar a su hija. Dio vueltas por la cocina, movió platos, limpió el fregadero ya limpio, mirando el teléfono como si fuese una bomba. Marcó el número con dedos temblorosos, temiendo la frialdad, la prisa, la indiferencia.
—¿Mamá? ¿Pasa algo?
—Nada. Solo quería oír tu voz.
—Mamá, estoy hasta arriba. ¿Te llamo luego, vale?
—Claro, hija. Claro.
El corazón se le encogió, pero su voz se mantuvo serena. Tras colgar, se tapó el rostro con las manos, y luego se levantó para poner la tetera, como si eso ahogase el vacío.
Pero su hija llamó. Tres horas después. Sin preámbulos.
—Mamá, ¿cómo estás?
Y Lucía lloró. No de dolor. Porque alguien preguntaba. Simplemente preguntaba. Y de pronto comprendió cuánto necesitaba esas palabras. Un simple *”¿Cómo estás?”*
Una semana después, llegó un gatito. Lo trajo su nieta. Diminuto, tembloroso, con orejas enormes y ojos llenos de asombro.
—Abuela, es para ti. Para que no te aburras. Él tiene miedo, y tú estás sola. Os haréis compañía.
Lucía lo cogió con cuidado, como si fuese una vasija frágil. Y un calor repentino floreció en su pecho, como si alguien hubiera desatado un nudo viejo y endurecido.
El gatito era anaranjado, de patas largas y cara cómica, como si siempre se sorprendiese del mundo. La primera noche la pasó bajo una silla; a la mañana siguiente ya dormitaba en su manta, acurrucado junto a su pie. Lo llamaron Melocotón. No importaba que fuera macho. Era Melocotón. Porque era cálido, suave y siempre estaba ahí. Ronroneaba tan fuerte como si quisiera llenar todo el silencio de la casa, y en ese sonido había algo vivo, auténtico.
Ahora, por las mañanas, Lucía vuelve a hablar. Primero con Melocotón—le pregunta cómo durmió, le recuerda dónde está su plato. Luego con Santiago—le lee las noticias, le regaña por dejar la ropa tirada. Luego consigo misma—ya no en susurros, sino en voz alta, como comprobando que aún tiene voz. Y luego con aquellos que, al fin, aparecen. Y preguntan. A veces su vecina, a veces el cartero, a veces la sombra en la ventana.
No arregló el teléfono. No hacía falta. Las palabras verdaderas no se pierden en el ruido. Viven en las pausas, en las miradas, en los gestos. Y en un pequeño bulto cálido que llega a tu lado cada mañana, justo cuando más lo necesitas.