**Sombras del pasado: un drama en la puerta de casa**
Álvaro entró en silencio en el piso del viejo edificio en las afueras de Valladolid, intentando no hacer ruido.
—Por fin, ya estaba esperando —se oyó la voz suave pero algo inquieta de su esposa desde la cocina—. No se puede quedar hasta tan tarde en el trabajo. ¿Vas a cenar?
Álvaro asintió en silencio y se dejó caer en una silla. Elena, su mujer, calentó con habilidad unas albóndigas con puré de patatas, llenando la cocina de un aroma acogedor.
—Cariño, ¿estás bien? Tienes una cara… —preguntó con interés, mirándolo fijamente.
—Sí, todo bien —respondió él, evasivo, jugueteando con el borde del mantel—. Es solo que… necesitamos hablar.
—Habla —dijo ella en voz baja pero firme, sentándose frente a él.
—He conocido a otra mujer —soltó Álvaro, cerrando los ojos como si esperara un golpe. Ni siquiera podía imaginar la reacción de Elena ante su confesión.
***
Esa misma tarde, al despedirse de Álvaro, Lucía se abrazó a él como si no quisiera dejarlo ir. Su voz era sensual, casi suplicante:
—Cariño, ¿lo harás hoy? Como prometiste…
—No sé —murmuró él, incómodo, devolviendo el abrazo torpemente—. Pero lo intentaré…
—Por favor, inténtalo —susurró ella, sus ojos brillando en la penumbra—. Tarde o temprano, tendrás que hacerlo…
Lo besó, llevándolo de vuelta al calor del dormitorio, donde el tiempo parecía detenerse.
***
Una hora después, Álvaro caminaba por las calles oscuras de la ciudad, con el corazón oprimido por el miedo. ¿Cómo decírselo a su mujer? ¿Cómo mirar a Elena a los ojos después de quince años a su lado? ¿Cómo explicar que, siendo un hombre maduro, había perdido la cabeza como un adolescente? Y lo peor: ¿cómo justificar que iba a destruir su familia?
Ante sus ojos aparecieron las imágenes de sus hijos, Pablo y Javier. Gemelos, su orgullo. Sus ojos castaños idénticos, llenos de confianza, lo miraban con reproche, como si ya supieran de su traición. Álvaro sacudió la cabeza, alejando la visión.
¡Cómo habían esperado esos niños él y Elena! Al enterarse de que serían gemelos, al principio se sintieron abrumados: ¿cómo iban a hacerlo? Pero Elena resultó ser una maga. Diferenciaba a los niños de un vistazo, lograba mantener la casa en orden y criarlos. Les dio el pecho casi hasta el año, sin quejarse del cansancio, sin pedirle a Álvaro más ayuda de la necesaria.
Tras su jornada laboral, siempre le esperaba una cena caliente, la sonrisa de Elena y las risas de sus hijos. Ella lo sabía todo: calmaba sus rabietas, los educaba para que fueran obedientes pero no sumisos. Les inculcaba respeto hacia su padre, hacía todo para que lo vieran como un ejemplo. Y funcionaba: Pablo y Javier lo adoraban, estaban orgullosos de él.
Los niños crecieron siendo unos chicos estupendos: a los trece años ya eran independientes, sacaban buenas notas, jugaban al fútbol y tenían muchos amigos. Elena los conocía a todos: sus nombres, dónde vivían, qué les gustaba hacer. Su casa siempre estaba abierta para ellos, y los chicos traían a sus amigos con alegría. Al principio, a Álvaro le molestaba el ruido y el alboroto, pero Elena fue clara:
—Nuestros hijos tienen que saber hacer amigos. Y yo quiero saber con quién se relacionan. Es importante, Álvaro. Acéptalo.
Tenía razón. Como siempre. Los niños crecían, y su hogar seguía siendo un nido cálido donde todos se sentían queridos.
Pero ahora… ¿Podría Lucía formar parte de sus vidas? ¿Aceptarían los niños a esa mujer? La idea le heló la espalda. ¿Cómo iban Pablo y Javier a querer a alguien por quien su padre abandonaría a su madre? Adoraban a Elena. Para ellos, su acto sería una traición, y con razón.
Elena no merecía eso. Quince años siendo una esposa ejemplar, una amiga leal, una madre entregada. Álvaro había sido feliz con ella… hasta que apareció Lucía.
Lucía, joven, vibrante, con una chispa en los ojos que despertó en él un sentimiento olvidado. Se enamoró como un adolescente, de un solo vistazo. Ella llenó sus pensamientos, su corazón, le hizo olvidar su edad, su familia, su deber. Tras una semana de cortejo, ya no podía pensar en nada más. Solo deseaba abrazarla, perderse en su sonrisa.
¿Era culpa suya? El amor es una tormenta contra la que no se puede luchar. Pero ¿lo entendería Elena? ¿Montaría un escándalo? Aunque… no era su estilo. Siempre había sido prudente, sabia. Pero ¿qué pasaría después de sus palabras? ¿El divorcio? Lucía había dejado claro que quería que se fuera con ella.
Álvaro se detuvo ante el portal, desplomándose en un banco. Las piernas le fallaban, el corazón le golpeaba el pecho. Entrar en casa era insoportable.
***
Mientras, Elena, tras acostar a los niños, miraba por la ventana hacia la calle oscura. Hacía tiempo que lo sabía. Sabía que hoy se decidiría a hablar. Había esperado que fuera un capricho pasajero, pero no, la cosa había ido demasiado lejos.
«Pobrecillo, tiene miedo de volver —pensó—. Sufre, busca las palabras. ¿Te asusta, Álvaro? Te entiendo. Ni siquiera sospechas que yo lo sabía. Me he preparado para esta conversación, aunque no quería empezar yo. Quince años juntos, dos hijos… Siempre fuiste honesto, nunca me diste motivos para dudar. Y ahora… te enamoraste. ¿A quién no le ha pasado? Pero, cariño, ¿por qué te has metido tan hondo? ¿Crees que ella podrá sustituirnos? Te equivocas. En unos meses, gritarás de nostalgia. Pero si has tomado una decisión, dilo. Estoy preparada.»
***
La puerta chirrió suavemente. Álvaro entró en el piso, esperando que todos durmieran.
—Por fin, ya estaba esperando —sonó la voz de Elena desde la cocina—. No se puede quedar hasta tan tarde. ¿Cenarás?
Él asintió, sintiendo cómo se esfumaba su esperanza de postergar el momento. Elena le puso delante un plato de albóndigas con puré. Comió mecánicamente, sin saborear la comida, mientras la voz de Lucía resonaba en su cabeza: «¿Lo harás hoy?».
Tras cenar, se trasladó al salón, encendió la televisión, pero miraba al vacío. Las manos le temblaban; las apretó entre las rodillas. Elena, tras recoger, entró y se sentó a su lado.
—Cariño, ¿estás bien? No pareces tú —dijo con suavidad, dándole pie.
—Sí, todo bien —farfulló él, titubeando—. Es solo que… necesitamos hablar.
—Habla —Elena lo miró con cariño, pero en sus ojos había determinación.
—Verás… No te preocupes, pero… yo…
—Álvaro, me asustas —frunció levemente el ceño, fingiendo inquietud—. Dilo de una vez.
—Es que… No encuentro las palabras…
—Dilo como sea.
—¡He conocido a otra mujer! —soltó, cerrándo—¡He conocido a otra mujer! —soltó, cerrándo los ojos como si esperara un grito o un golpe, pero la calma en la mirada de Elena lo dejó más perdido que nunca.