Treinta y ocho días: madurar siendo madre, no hija

Treinta y siete y un día: cuando no madura la hija, sino la madre

Me desperté antes que el despertador. Fuera, una quietud gris y densa, como si alguien hubiera arrojado un trapo mojado sobre la ciudad. El aire estaba seco, frío, y hasta dentro de casa las paredes parecían contener la respiración. Yo también dejé de respirar. Solo me quedé allí, sintiendo que algo había cambiado. Algo ya era distinto, aunque aún no supiera el qué.

Cogí el móvil casi sin pensar. 6:04. Una notificación. Jimena. La abrí.
«Buenos días, mamá. Me he ido con Alejandro a Cádiz. Por favor, no me busques. Te llamaré.»

Nada más. Ni un «te quiero», ni un «perdón», ni siquiera un emoji. Frío como un recibo de cajero. Como un comprobante que anuncia que la cuenta está vacía —la cuenta de mi maternidad.

Lo releí. Diez veces. No porque no lo entendiera, sino porque intentaba que cada lectura rebobinara el tiempo. El corazón se me encogía, como si alguien lo estrujara desde dentro, con dedos envueltos en tela helada.

Jimena. Diecisiete. Último año de instituto. La chica que leía a Lorca, hacía torrijas, odiaba las berenjenas y siempre llevaba una goma negra en la muñeca. Reía con los ojos. Incluso su silencio era cálido, nunca pesado. Todo eso existió. Y ahora… ya no.

Me dirigí a la cocina. Me quedé descalza junto a la mesa, con la bata vieja y el móvil en la mano. No encendí el hervidor. Me senté. Luego me levanté. Volví a sentarme. Todo sin pensar, como si mi cuerpo se moviera por inercia. ¿Llamar? ¿A quién? Su número no lo tenía guardado. Solo lo había oído en conversaciones: «Alejandro, el de Biología». En Instagram, un perfil vacío y una foto de un zorro. Por algún motivo, eso —el zorro— me daba más miedo que nada.

Entré en su habitación. La manta desordenada, una nota en el escritorio:
«Mamá, no soy mala. Es que ya no aguanto ser la niña perfecta. Te quiero. Pero a mi manera.»

Ese «a mi manera»… Un disparo directo al lugar que nunca cicatrizará.

Criamos a los hijos como sabemos. Los protegemos —de los resfriados, de las malas compañías, de los corazones rotos. Hacemos sopa, revisamos deberes, les compramos abrigos un talla más grande. Sin darnos cuenta, lo importante deja de ser «que no coja frío», y pasa a ser solo «que siga viva». Que vuelva. Como sea. Aunque no sea la misma.

Fui a trabajar. Contabilidad. En el autobús miraba por la ventana, pero no veía las calles. En la oficina era el cumpleaños de Lucía. Treinta y siete. Yo los cumplí ayer. Sin globos, sin felicitaciones, sin velas. Solo una botella de vino barato y un libro que nunca terminé.

Por la noche, en casa. No encendí la luz. Me senté en el alféizar, me envolví en una manta y miré las ventanas ajenas. En una parpadea la tele. En otra suena una cuchara contra una taza. En todas hay vida. Y en la mía, un silencio que resuena.

Al día siguiente, sonó el teléfono.

—Mamá…
—¿Dónde estás?
—Ya te lo dije. En Cádiz. En casa de la abuela de Alejandro. Estoy bien. No estoy en la calle, tranquila.
—Vuelve. Por favor.
—Ahora no puedo.
—No sé qué hacer…

Un silencio. Y entonces:
—Mamá, ¿tú eres feliz?

La pregunta me golpeó en el estómago. Al principio no supe qué responder. Luego susurré con honestidad:
—No lo sé. ¿Y tú?
—Quiero probar. Quiero saber quién soy cuando no tengo que ser perfecta.

Más silencio. Y al final, el tono de llamada cortada.

No dormí en toda la noche. Me quedé en la cocina, revisando nuestros mensajes, las fotos. Entre marzo y junio, algo se rompió. Y ni siquiera lo noté. Informes, bajas médicas, exámenes, la reforma, el sofá a plazos. Todo «para ella». Todo sin llegar.

A la semana volvió. No suplicando. No llorando. Simplemente entró, se quitó la chaqueta, dejó la mochila en un rincón y preguntó:
—¿Puedo quedarme un tiempo aquí?

Asentí en silencio. Me acerqué. La abracé. Y por primera vez, no pregunté nada.

Guardamos silencio. Diez minutos. Hasta que ella murmuró:
—Te quiero. Y ahora sé que para ti fue muy duro. Pero aun así necesito irme. No para escapar. Solo para vivir. A mi manera. ¿Vale?

Vale.

Ha pasado un año. Jimena alquila una habitación en Toledo. Trabaja en una cafetería. Estudia diseño. Viene los fines de semana. Comemos sobaos, discutimos de películas, hablamos. A veces nos enfadamos, pero ahora nos escuchamos.

Treinta y siete y un día. Ahí empezó su vida adulta. Y la mía también.

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