Sin retorno: un error irreparable

Constantino estaba junto a la ventana de su nuevo piso en las afueras de Madrid, y el aire exterior le parecía espeso, como si se ahogara en su propia vida. Todo lo que antes era sólido e inquebrantable, ahora se había desmoronado. Miró el cielo gris y, por primera vez en mucho tiempo, entendió que no había vuelta atrás.

Antes tenía una familia. Natalia, su mujer, con quien compartió quince años. Fiel, serena, hacendosa. Dos hijas, un hogar acogedor, una casa en la sierra, un negocio familiar. Todo era correcto, estable… y dolorosamente predecible. Cada mañana, lo mismo. Conversaciones sobre el día a día, preocupaciones por la hipoteca y los colegios. Constantino sentía que estaba atrapado en su propia casa, como en una jaula, aunque dorada.

Hasta que un día llegó a su estudio de arquitectura una nueva empleada: Yolanda. Joven, audaz, llena de fuego. Se reía de sus bromas, lo miraba con admiración, le tocaba el hombro con naturalidad. Constantino notó que algo olvidado despertaba en él: la emoción, el interés, la sensación de ser joven otra vez. Empezó a llegar tarde a casa, a perderse en el trabajo. Natalia no hacía preguntas, y él hasta se lo agradecía: menos discusiones, menos reproches.

Pero nada de esto fue casual. Yolanda sabía lo que quería. Y quería a Constantino. Empezaron a quedarse más tiempo a solas, a verse fuera de la oficina, a compartir comidas, charlas, y luego… la cama. Ni él mismo entendió cómo ese capricho se convirtió en realidad. Y un día, incapaz de soportar la presión, recogió sus cosas y se marchó.

Natalia lo recibió con un silencio helado. Sin gritos, sin escenas. Solo lo miró a los ojos y dijo:
—Recuerda este día, Constantino. Tú lo elegiste.

Al principio, la vida con Yolanda fue una fiesta. Era cariñosa, sonriente, apasionada. Él se sentía deseado, interesante, vivo. Pero pronto el cuento perdió brillo. Yolanda se volvió exigente, irritable, le reprochaba su falta de atención, que no ganaba suficiente, que pasaba las noches frente al laptop. Entonces, por primera vez, quiso volver… al lugar del que había huido.

La excusa llegó sola: Natalia lo llamó para pedirle que llevara a sus hijas a la casa de la sierra unos días. Aceptó, deseando escapar, aunque fuera un poco, de ese nuevo hogar que empezaba a asfixiarlo. Pasó tres días con las niñas. Se rieron, hornearon pasteles, montaron en bicicleta. Hasta él se sorprendió de lo fácil y feliz que era todo. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió un pinchazo en el pecho: nostalgia por lo que había perdido con tanta ligereza.

Llamó a Natalia. Quería hablar. Explicarse. Regresar. Ella escuchó. Y luego dijo:
—Las condiciones son simples. Cortas todo con Yolanda. Te vas. Empiezas de cero. Pero sabes una cosa: no habrá confianza. Será una vida nueva, no la de antes.

No respondió de inmediato. Todo le parecía demasiado duro. Demasiado definitivo. Hasta que Yolanda le dijo que estaba embarazada. Permaneció en silencio. Y luego, con voz quebrada, susurró: «Voy a ser padre…»

La alegría se mezcló con el pánico. No estaba seguro de amarla. No sabía si ese niño era una salvación o una condena. Sentía que todo lo construido sobre una traición nunca sería sólido. Se debatía entre dos mundos: sus hijas y el hijo que venía en camino, Natalia y Yolanda, el pasado que había traicionado y el presente que lo asustaba.

Se encontraron con Natalia en el parque. Le contó todo, sin adornos. Le pidió perdón. Ella guardó silencio un largo rato y finalmente dijo:
—Constantino, ahora todo está claro. Sabes qué? Me siento aliviada. Tú tendrás un hijo. Yo, una vida nueva. No hay vuelta atrás. No porque te odie. Sino porque me quiero a mí misma.

Constantino se levantó, la miró. Fuerte, serena, madura. Una mujer distinta. Y de pronto lo entendió: lo había perdido todo. Solo. Por voluntad propia. Y ahora no tenía adónde ir. Solo quedaba avanzar por el camino que él mismo eligió. Aunque no llevara a ninguna parte.

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