Descubriendo tu esencia un lunes

**El Descubrimiento de un Lunes**

Aquel lunes, Lucía se despertó antes de lo habitual. No por el despertador, ni por ningún ruido—simplemente abrió los ojos. Como si algún motor interno, el que durante tres años la había obligado a levantarse a la hora exacta, se hubiera apagado. Eran las 6:42. Fuera, la nieve mojada caía con insistencia, gris y pegajosa, como si quisiera colarse por las rendijas de la ventana. El aire en el piso era espeso, ajeno. Y algo en esa mañana ya parecía estar mal desde el principio.

Permaneció tumbada, escuchando el quejido del viejo radiador. Un sonido desigual, con algún que otro lamento, como si alguien arañara desde dentro. Seguro era una bajada de presión. O quizá el edificio tenía frío. O quizá el frío estaba en ella—nadie iba a medir dónde había ocurrido la avería.

En la cocina, todo estaba en su sitio: la taza blanca con una grieta, la nevera llena de imanes de ciudades donde nunca había estado, un pan duro sobre la tabla de cortar. Su mano se dirigió al cajón de la comida del gato. Pero el gato ya no estaba. Hacía un año. Y aún así—la mano actuaba por su cuenta. La memoria no soltaba.

Lucía trabajaba en una copistería en una imprenta en las afueras de Zaragoza. Seis años ahí. Olía a papel, tóner, café de máquina y a la eterna fatiga de alguien. Cada día era una copia del anterior. Las caras, siempre las mismas; las conversaciones, repetidas; el sentido, borrado hacía tiempo. Los compañeros, predecibles: Jorge, con sus chistes eternos sobre su mujer; Elena, que incluso en el baño discutía sus dramas amorosos por el manos libres; y Paco, el impresor veterano, para quien la vida había dejado de importar cuando murió su perro. Y ella—ya ni siquiera parecía una persona, sino una función, un engranaje en un sistema donde no cabían los sentimientos ni los desahogos.

Se miró al espejo. Un rostro sin rasgos especiales. Ni viejo, ni cansado. Solo ajeno. Y entonces, en su cabeza, la pregunta: «¿Para qué?». Inmediatamente, el vacío. Porque no había respuesta. Y hacía mucho que no la había.

No fue a trabajar. Simplemente, no salió. Se subió a un autobús y observó cómo pasaba frente a su oficina, como si fuera un decorado. Y ella, una espectadora demasiado agotada hasta para aplaudir. Bajó en otra parte de la ciudad, donde años atrás, en el instituto, había bebido zumo de tetrabrik y besado a chicos que ya ni recordaba. Todo entonces era distinto. Dulce. Libre.

Ahora, en esa esquina, había un quiosco de color menta con un menú escrito a mano. Lucía pidió un latte con canela—su primer café así. Antes lo odiaba. Dio un sorbo y sintió cómo le quemaba la lengua, y dentro, como si alguien encendiera una luz con cuidado.

Paseó por calles secundarias, observando a una abuela partir pan para las palomas, como si en lugar de una barra estuviera repartiendo su alma. A un adolescente reírse al caer en la nieve. A una mujer con bufeta ajustando el cochecito de su bebé. Todo parecía parte de una obra de teatro, y ella, por fin, había dejado de actuar para dedicarse a mirar. Y en esa observación, había algo extraño—no dolor, ni felicidad, sino algo cálido, humano. Como si le hubieran devuelto el permiso para sentir.

A las dos, entró en una peluquería. Sin avisar. Sin cita.

«¿Qué hacemos?», preguntó la peluquera.

«Un corte. Radical. Que mi madre se asuste.»

«Como mandes», sonrió la mujer, y cogió las tijeras.

Los mechones caían al suelo como el pasado. Cada uno, un recuerdo, un rencor, un grito ahogado. Cuando salió con su nuevo pelo corto, rebelde, sintió alivio físico. Como si alguien que llevaba demasiado tiempo viviendo dentro de ella, impidiéndole respirar, por fin se hubiera ido.

Compró un empanada de verduras y se la comió en la calle. Entró en una librería y eligió el libro más inútil—*Conferencias sobre metafísica*—solo para demostrarse que podía. Hacer. Elegir. Ser rara. Ser ella. De pronto, se rio. De verdad. Sin motivo. Las lágrimas brotaron, y algún transeúnte se volvió a mirar. Pero le daba igual. Porque, por primera vez, ella era quien reía. Y estaba viva.

Por la noche, volvió a casa. Su madre estaba junto a la ventana, con el mismo jersey que llevaba cuando hacía cocido los domingos.

«¿Dónde has estado?»

«Paseando.»

«¿Estás bien?»

«Sí.»

«Menos mal», dijo su madre, y puso una olla al fuego.

Cenaron en silencio. Solo el sonido de las cucharas. La luz de la vela temblaba en el alféizar.

«Mañana dejaré el trabajo», dijo Lucía. «Y me apuntaré a cursos. Aún no sé a cuáles.»

«Lo importante es que no te calles», contestó su madre. «El silencio es como el moho. Lo va carcomiendo todo.»

Lucía asintió. Porque ese lunes, en una ciudad llena de nieve húmeda y caras cansadas, por primera vez en mucho tiempo, se sintió—no alguien necesaria, ni obligada, ni correcta. Simplemente, ella. Y no hacía falta más.

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