Con la crema empieza todo
Conocía a Javier desde hacía quince años, pero nos hicimos amigos de verdad hace un par, cuando los dos nos divorciamos casi al mismo tiempo. A él se le rompió el segundo matrimonio con portazos y escándalos. El mío fue más discreto, pero tampoco libre de sobresaltos. No nos ahogamos en alcohol ni en lástima, solo pedaleábamos por los paseos marítimos y las sendas del bosque. Bicis, sudor y viento en la cara. La amistad entre hombres no se basa en la bebida, sino en la libertad. De no dar explicaciones, de no arrastrar mochilas de expectativas ajenas.
Los dos adelgazamos. De las tripas que antes colgaban sobre el cinturón, ni rastro. La libertad, además, cura la barriga. Y así, una tarde de julio, caminábamos Javier y yo por el parque. De pronto, él suelta el manillar, abre los brazos, levanta la cara y grita al viento:
—¡Libertaaaaad!
Los perros de las abuelas entraron en pánico. Él, riéndose. Tan feliz que daba envidia.
Así vivimos un año: solteros, contentos, delgados, sin ataduras. Hasta que un día fui a su casa. Había comprado una bici nueva y quería presumir. Toqué el cuadro, giré el manillar, me manché las manos de grasa y fui al baño a lavarme. Mientras lo hacía, miré una pequeña crema rosa con tapa dorada. Femenina.
—¡Javi! —grité—. ¿Qué es esto? ¿Te pones crema?
Se rio como un pillado.
—Es de Marta. La dejó aquí para no ir cargando.
—¿Marta? ¿Y quién es esa?
—Ah… ¿no te lo había contado?
Claro que no. Y vaya error.
Resulta que hacía un mes había conocido a una chica. Marta, abogada, ambiciosa. Agradable, lista, guapa. Se quedaba a dormir a veces. Había dejado la crema. Solo una. Por ahora.
—Ya está —dije—. La invasión ha comenzado.
—¿Qué invasión?
—¿No lo ves? Es como en *Alien*. Primero el embrión. Luego te devora. Esta crema es el embrión.
Javi se rio, pero yo sabía lo que decía. Las mujeres no entran a saco. Lo hacen con elegancia. No llegan con maletas y gritos. Dejan un bote. Luego un cepillo. Después una almohada. Esperan a que te relajes. Y entonces… ni te das cuenta hasta que el baño es rosa, el balcón un trastero y tu corazón un nudo.
Poco después, Javi me invitó a cenar. Para presentarme a Marta. Era sorprendentemente agradable. Pendientes de aro, pelo impecable, una sonrisa sincera. Hizo una pizza con piña—discutible, pero estaba buena.
Fui al baño. Había un cepillo rosa y crema de manos. Los pendientes descansaban en la jabonera. Me miré al espejo:
—Estás infectado, colega.
Un mes más tarde, le propuse a Javi hacer nuestra ruta favorita. Puso excusas. Fui a sacarlo de casa. Salió en bata, adormilado.
—Dani, podías haber avisado.
Desde la habitación, la voz de Marta:
—Javi, ¿quién es?
Él:
—Dani… la bomba… ha pasado…
Entré a lavarme las manos y lo supe: el fin. La pasta de dientes masculina, la espuma de afeitar y el after-shave acorralados en un rincón. El resto: botes, frasquitos, aromas. Y en el lavabo, sus pendientes. No como visitas, sino como dueñas.
Me fui en silencio.
Dos semanas después, me llamó para ayudar a montar un armario. Tirábamos trastos, movíamos muebles. Marta daba órdenes:
—Esto a la basura. ¡Esto también! Los libros aquí.
Javi intentó protestar, pero ella pasó por encima como si fueran calcetines tirados.
—Oye, ¿te interesa una bici? —me preguntó—. Nos ocupa sitio en el balcón.
Ahí lo entendí todo. La libertad de Javi estaba muerta. Primero fue la crema. Luego la casa. Después el balcón. Al final, el corazón.
Hombres: si valoráis vuestra independencia, no dejéis entrar a una mujer en vuestro espacio. Ni un milímetro. Empieza con un “inocente” bote. Y acaba con vosotros preguntándoos quién sois, de dónde venís y por qué hay una bata de encaje en vuestro armario.
Pasó un año. Javi y yo apenas hablamos. Pedaleaba solo. Era triste. Pero tenía lo importante: libertad.
Hasta que conocí a Clara. Todo fue clásico. Dulce, amable, sin exigencias. Solo una vez, tímidamente, casi en un susurro:
—¿Puedo dejar mi crema aquí? Para no cargar con ella.
Y no dije que no. Porque estaba enamorado.
Ahora ya está. El virus está activado.
Siento que mi caída es inminente.
Perdonadme, hermanos.
Adiós.