Cuando el autobús se averió, la vida comenzó a funcionar

Cuando el autobús se averió, pero la vida comenzó de nuevo

Isabel Martínez volvía de su casa en el campo con sus nietos. El sol de agosto quemaba sin piedad, los niños estaban inquietos, y el autobús, incapaz de soportar el calor del mediodía, se detuvo en medio de la carretera. Dentro del vehículo, la gente se quejaba, se abanicaba con periódicos y renegaba del conductor. Isabel miró a sus dos pequeños, agotados, y supo que esperar al siguiente autobús sería una tortura. Había que llamar a su hijo para que los recogiera. Ya tenía el teléfono en la mano cuando, de repente, un coche se detuvo junto a ellos. La ventanilla del conductor se bajó lentamente. Isabel miró dentro y se quedó paralizada.

Pero esta historia comenzó mucho antes de aquel día caluroso…

Isabel no se había casado por amor, ni siquiera por conveniencia, sino por las circunstancias. A sus veinticinco años, en su pueblo, ya se consideraba una “solterona”. Entonces apareció Luis, un hombre del campo, hábil con las manos, pero aficionado a la bebida. Sus padres insistieron, sus amigas ya tenían hijos… Y al final, cedió.

Al principio intentaron adaptarse. Ella trató de querer a su marido; él no hizo gran esfuerzo por ser amado. El matrimonio pronto se convirtió en una mera convivencia. Luego nació su hijo Javier, y dos años después, su hija Lucía. Con la llegada de los hijos, Luis se descontroló. Al principio trabajaba en el pueblo, donde todos lo valoraban, pagándole con productos o unos pocos euros. Pero cuando se mudaron a la ciudad, a un piso heredado, todo se torció.

Luis no mantenía un trabajo estable: una fábrica, un mercado, un taller… Nunca duraba. Isabel tuvo que trabajar como cuidadora en una guardería solo para poder llevar a sus propios hijos. El dinero no alcanzaba. Los años noventa, la pobreza, la desesperanza… Vendieron la casa del pueblo. Y Luis nunca perdía ocasión de recordarle que el piso era suyo y que, si no le gustaba, podía irse.

Pero no tenía adónde ir. Isabel sobrevivió por sus hijos. No sentía amor por su marido, solo amargura y decepción. Con los años, todo cambió. Conseguí un trabajo en recursos humanos y empezó a ganar mejor. Luis trabajaba en un taller mecánico. Había dinero para comer, pero la felicidad no llegaba.

Cuando Javier entró en la universidad y Lucía tenía solo catorce años, Luis falleció. Un infarto. Isabel lloró, pero sin dramatismo. Para ella, siempre fue un extraño. Lo enterró y se quedó sola con sus hijos. Tenía solo cuarenta y cinco años, pero se sentía vieja. Nadie la había querido, y sus sueños se habían esfumado.

Se entregó a sus hijos. No se metía en su vida privada, no hacía preguntas incómodas. Sabía lo que era vivir con alguien a quien no se ama. Ni siquiera les pidió nietos: todo llegaría a su tiempo. Pero cuando tanto Javier como Lucía formaron sus propias familias, se casaron y le dieron nietos, su corazón se llenó de alegría.

Sus hijos cuidaban de ella, y ella pasaba horas con los pequeños. Con ayuda de la familia, le compraron una casita en el campo, donde Isabel veraneaba con sus nietos, en paz y tranquilidad.

La vida siguió su curso. Sin pasiones, sin sobresaltos. Y Isabel ya había aceptado que su felicidad como mujer había pasado de largo. Intentaba recordar algún momento feliz de su matrimonio, pero no podía. Al fin y al cabo, se había casado sin amor…

Hasta que llegó aquel día. Volvían del campo. El autobús se rompió. El sol abrasaba, los niños protestaban. Isabel sacó el teléfono para llamar a su hijo. Y entonces, un coche se detuvo.

Al volante iba un hombre de su edad. Bajó la ventanilla, miró el autobús y preguntó:

—¿Se han quedado tirados?

—Sí, por desgracia… Hace un calor insoportable.

—¿Viene con los niños?

—Sí. Iba a llamar para que nos recojan.

—¿Van a la ciudad?

—Sí…

—Los llevo. No discuta. No pueden quedarse aquí bajo este sol.

Al principio, Isabel iba a negarse, pero asintió, y fue lo mejor. El hombre se llamaba Antonio. También volvía del campo, pero tenía coche. Durante el trayecto, hablaron. Era viudo, también tenía nietos, trabajaba como ingeniero y cuidaba solo de su casa.

De repente, Isabel sintió algo que nunca antes había conocido. Emoción. Timidez. Quizás eran esas mariposas en el estómago de las que había leído en los libros, pero que nunca creyó reales.

Cuando llegaron, Antonio, al ver sus bolsas, las ayudó a subir al piso. Isabel lo invitó a un café. Los niños jugaban en la habitación, y ellos conversaron en la cocina. De la vida, del pasado, de sus hijos. El tiempo pasó volando. Solo cuando su hijo llegó por los niños, Isabel se dio cuenta de lo rápido que había transcurrido la tarde. Antonio se despidió, incómodo, y se fue. Y no habían intercambiado números.

Cuando se quedó sola, el corazón le pesó de nostalgia repentina. Hasta le dio vergüenza: ¿cómo podía sentir eso a su edad? ¿Y si solo había sido amable, sin más? ¿Y si no volvía?

Pasaron varios días. Isabel empezó a convencerse de que había sido una casualidad. Pero una tarde, cuando iba a prepararse un té y ver su serie favorita, llamaron a la puerta.

Era Antonio. Con un ramo de claveles y una caja de pasteles.

—Perdone que venga sin avisar… Pero no le pedí su número. Y no he podido olvidarla.

Isabel sonrió entre lágrimas.

—Me alegro tanto de que haya venido.

Y aunque ya rozaba los sesenta, aunque su cabello era gris y sus rodillas le dolían al anochecer, por primera vez en su vida se sintió una mujer verdadera: deseada, importante, amada.

Así ocurre. Cuando el autobús se avería, pero el corazón se enciende. Cuando la vida, después del dolor y las decepciones, te da una segunda oportunidad: el amor. Auténtico, maduro, tranquilo como un atardecer de verano.

Y si crees que todo ha pasado… espera. Lo mejor puede estar por llegar.

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Cuando el autobús se averió, la vida comenzó a funcionar