Por fin… o todo acaba de empezar
Cuando Marina se casó, jamás imaginó que su futuro esposo, Adrián, ya estaba atrapado en una adicción destructiva. Se conocieron rápido, todo fue un torbellino, y él le propuso matrimonio apenas dos semanas después, con el aliento cargado de alcohol:
—Marina, ¿nos casamos? —dijo él, apoyándose en el marco de la puerta.
—Creo que has bebido —respondió ella, más sorprendida que enfadada. Al fin y al cabo, quería casarse: todas sus amigas ya tenían anillos.
—Es que estoy contento —se rio Adrián—. ¡Esto es una celebración!
—De acuerdo, pero con una condición: solo bebes en fiestas —advirtió ella.
—Pues hoy es mi fiesta —bromeó él.
Joven, ingenua y enamorada, Marina no sabía que el padre de Adrián había bebido toda la vida. Y su hijo llevaba años siguiendo sus pasos. Su madre, Carmen, intentaba protestar sin éxito:
—Tú solo sabes emborracharte, ¿y ahora arrastras a tu hijo?
—¡Que se haga un hombre! —respondía su marido, sirviéndole una copa al chico en la mesa.
Tras la boda, se mudaron a un pequeño piso que Marina heredó de su abuela. Al principio no iba mal: Adrián trabajaba y volvía a casa, aunque siempre con ese olor. Siempre tenía una excusa:
—Manuel ha tenido un hijo, ¿cómo no celebrarlo? José cumple años, no podía negarme… Y Pepe me invitó en su casa, ¿qué le digo?
Luego nació su hijo, Lucas. Pero la paternidad no cambió a Adrián. Cada vez venía menos a casa y evitaba acercarse al niño.
—¿Por qué no pasas tiempo con tu hijo? —le recriminaba Marina.
—Tú misma dices que no me acerque con este olor —se justificaba él—. Así que mejor me quedo lejos.
—¡Pues deja de beber! ¿Hasta cuándo vas a seguir así? —Las lágrimas le caían por las mejillas.
Pasaron ocho años. El alcohol se convirtió en parte de Adrián. Perdió un trabajo tras otro. Marina cargaba con todo, aunque Carmen la ayudaba: compraba cosas para el niño y le daba dinero cuando podía.
—Marina es un ángel —se lamentaba Carmen con su hermana—. Pero mi hijo… va de mal en peor. Ya no lo reconozco.
Adrián era una sombra de lo que fue: demacrado, sin dientes, sin ganas de vivir. Ni amor, ni cariño… nada quedaba.
—Déjalo —le decían todas: amigas, compañeras de trabajo, hasta los vecinos.
Pero Marina le tenía lástima, como a un perro abandonado. Hasta que un día entendió que Lucas crecía, observaba, absorbía todo, y ya no quería estar en una casa que olía a desgracia.
Entonces le dijo a su suegra:
—Carmen, no puedo más. Voy a divorciarme.
—¿Y si lo internamos? —rogó la mujer—. Quizá todavía hay esperanza.
—¿Cuántos años lleváis intentándolo? —Marina sonrió con amargura—. Quiero que mi hijo sea diferente. Prefiero que no vea a su padre.
Carmen suspiró:
—¿Y adónde irá? Claro, a nuestra casa. Pero Dios mío, lo que me espera…
Había otra razón. Marina sentía algo por un compañero del trabajo, David. Alto, rubio, ojos azules intensos y una educación poco común. Divorciado, sin dramas, había venido de otra ciudad para estar con su padre. Las mujeres de la oficina, algunas discretamente, otras sin disimulo, intentaban llamar su atención, pero él mantuvo la distancia.
Cuando Marina se divorció, Adrián ni siquiera se sorprendió. Bolsas en la puerta, una conversación corta, y se fue. A casa de sus padres.
Dos semanas después, David se acercó a ella al salir del trabajo:
—Marina, ¿quieres tomar un café? Para charlar un rato.
Ella asintió, las mejillas rosadas. Estuvieron en una cafetería, entre risas y conversaciones serias, hasta que él dijo:
—Supe desde el principio que no eras solo una compañera. Eres mi destino.
A partir de esa noche, todo cambió. Sí, hubo murmullos en la oficina. Sobre todo de Nuria:
—Vaya, la tímida se quedó con David… Y yo que me esforcé tanto…
Marina se encogió de hombros. No necesitaba explicaciones.
Poco después, David le pidió matrimonio. Un anillo sencillo, una mirada sincera, y su corazón volvió a latir fuerte.
Un sábado, invitó a Carmen. La casa olía a bollos recién hechos, y el té humeaba en la mesa.
—Tengo una noticia —dijo Marina, el corazón acelerado—. Me caso. Con David.
Carmen se quedó unos segundos en silencio. Después… la abrazó con lágrimas en los ojos:
—Por fin… Hija mía, te mereces esta felicidad. Ayúdame a organizar la boda. ¡Que sea la más bonita!
Estuvieron horas planeando el vestido, las flores, los invitados. Y Marina sintió que no solo conservaba a su exsuegra: tenía una amiga. Y Carmen… una hija que no parió, pero que adoptó con el corazón.