**La Sombra de las Esperanzas Perdidas**
Lucía se encontraba en una acogedora cafetería en el centro de Madrid, frente a su amiga Beatriz. Esta, mientras removía su café, la observaba con curiosidad, como si intentara descifrar un enigma.
—Hoy estás muy rara—dijo Beatriz, entrecerrando los ojos—. Venga, suelta, ¿qué te pasa?
—Diego me ha pedido que me case con él—murmuró Lucía, pero en su sonrisa se adivinaba amargura.
—¿En serio? ¡Por fin!—Beatriz se animó, pero al instante frunció el ceño—. ¿Y dónde está tu alegría? ¡Llevabas años esperando esto!
—Le he dicho que no—la voz de Lucía tembló, y desvió la mirada.
—¿¡Qué!?—Beatriz casi derrama el café—. ¡Pero si era tu sueño! Diego ha estado siempre a tu lado, y tú… ¿Por qué?
—Después de lo que hizo, no podía aceptar—respondió Lucía con misterio, sus ojos oscurecidos por los recuerdos.
—¿Qué hizo?—Beatriz se inclinó hacia adelante, incapaz de contener su curiosidad.
Lucía respiró hondo, reuniendo fuerzas, y comenzó a contar. Beatriz escuchaba sin aliento, incrédula ante lo que oía.
Lucía siempre había imaginado el amor como escenas de una película romántica: ramos de flores, declaraciones apasionadas, la voluntad de sacrificarlo todo por el ser amado. Se veía a sí misma como la protagonista de una vida convertida en un eterno festín de emociones. Esas imágenes, inspiradas por el cine y los libros, se convirtieron en el único guion que aceptaba para el amor.
Pero la realidad era mucho más compleja. La joven Lucía, llena de ilusiones, aprendió del amor a base de errores, enamorándose y desenamorándose. Su teatralidad, arraigada en lo más profundo de su alma, teñía cada romance de un dramatismo exagerado.
Su primer amor, al que dedicó cuatro años, llegó cuando apenas tenía dieciocho. Ingenua y enamorada, creyó estar ante el hombre ideal. Pero su ardor chocó contra su frialdad. Sus ideas sobre el amor eran distintas, y la intimidad que tanto anhelaba nunca llegó.
Decidió marcharse, pero no de cualquier manera: necesitaba un final digno de película. Anunció que debía ir sola a la playa, “para encontrarse a sí misma”. Él no se opuso—solo salían, no vivían juntos.
En la estación, él la despidió sin sospechar sus planes. Un minuto antes de que el tren partiera, Lucía, desde la puerta, soltó:
—Termino contigo.
—¿Cómo? ¿Por qué?—preguntó él, desconcertado.
—Es lo mejor—dijo ella, desapareciendo en el vagón.
El tren arrancó. Él corrió tras él, gritando:
—¡Lucía! ¡Te quiero! ¡Cásate conmigo!
Ella asomó la cabeza y contestó, fría:
—¡Nunca!
Así, con un drama cinematográfico, terminó su primer amor.
Un año después, conoció a Javier, un informático galante. Flores, regalos, viajes. A su lado, Lucía se sentía protegida, y creía ver envidia en las miradas de los demás. Javier la presentó a sus padres, la llevó de vacaciones, la colmó de detalles. Dos años después, todo apuntaba al matrimonio.
Pero un día, Javier anunció que lo trasladaban a otra ciudad. Y añadió, sonriendo:
—Imagínate: nos casamos, tú en casa con los niños, preparando mi cocido…
Lucía se heló. Esa imagen de rutina doméstica distaba mucho de su sueño de romance eterno.
—Eso no va a pasar—dijo secamente—. Odio el cocido.
Dio media vuelta y casi salió corriendo, imaginando su bufanda ondeando al viento mientras él la miraba con el corazón roto.
Después de eso, Lucía tuvo muchos pretendientes, pero ninguno duró… hasta que conoció a Diego. Su historia se convirtió en vida en común, y tuvieron un hijo. Lucía estaba segura de querer ser su esposa. Diego era fiable, atento, pero poco romántico.
Pasaron cinco años, el niño crecía… y el anillo nunca llegó. La irritación de Lucía aumentó. Ya no era la soñadora de antes, sino una mujer dispuesta a luchar por sus ilusiones.
Probó todo: dulzura, manipulaciones, provocaciones… Pero Diego parecía ignorarla. Hasta que un día comprendió: él no la valoraba. El amor verdadero debía ser pasión, no rutina.
La decepción se tornó en sed de venganza. No quería irse así como así—quería hacerle sentir su dolor.
La oportunidad llegó. Diego la invitó a un restaurante.
—¿Para qué?—preguntó ella, aunque su corazón latió con expectación.
—Quiero hablar—respondió él, evasivo.
—Vale—aceptó, regocijándose interiormente.
El restaurante era como en sus sueños: flores, velas, luz tenue. Tras la primera copa de vino, Diego comenzó:
—Lucía, llevamos años juntos. Tenemos un hijo. Es hora de formalizarlo.
Ella calló, manteniendo su mirada. Él continuó:
—Además, me ofrecieron un trabajo en el extranjero. Pero solo contratan a gente casada. Con familia.
—¿Casada?—Lucía esbozó una sonrisa amarga—. ¿Eso te conviene? ¿Y a mí?
—¿Qué?—Diego se quedó perplejo. Esperaba que brillara de felicidad.
—Dime, ¿qué gano yo?—su voz se volvió glacial—. Me da igual. No me casaré contigo.
Un silencio pesado llenó el aire.
—Explícate—logró decir él.
—Si en diez años no lo entendiste, ahora tampoco—respondió ella, levantándose—. Me voy.
Al salir, Lucía se sintió la heroína de un drama. *Como en las películas*, pensó, caminando bajo la luz de las farolas.
—No te entiendo, Lucía—exclamó Beatriz en el café—. ¡Soñabas con casarte! ¡Tienen un hijo, todo iba bien! ¿Estás en tus cabales?
—Soñé demasiado tiempo—respondió ella con amargura—. Llegó tarde.
—¿Tarde a qué?
—A demostrar que me quería de verdad.
—¿Eso hay que demostrarlo?
—¡Claro!—Lucía ardió de indignación—. Soy mujer, necesito pasión, romance. Él convirtió mi vida en gris rutina. Me pidió matrimonio como si fuera un contrato. ¡Que le den morcilla!
—Te arrepentirás—dijo Beatriz, negando con la cabeza.
—Ya me arrepiento—reconoció Lucía—. Pero me alegro de que supiera lo que es sentirse menospreciado.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Veremos…
Al volver a casa, descubrió que las cosas de Diego habían desaparecido. *Bueno—pensó—, a ver cuánto dura sin mí.*
Pasó un mes. Diego no apareció, ni llamó. La añoranza empezó a corroerla. Su “juego” se alargaba, y la seguridad se desvanecía. Otro mes más, y no pudo aguantar. Marcó su número. Fuera de cobertura. Llamó a su trabajo.
—¿Puedo hablar con Diego?—preguntó, fingiendo serenidad.
—No está—respondió una voz femenina—. Se fue al extranjero justo después de su boda. Con su esposa. ¿De parte de quién?
Lucía colgó, sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies.