**Otra oportunidad para ser feliz**
Hoy desperté con un presentimiento. Cumplo dieciocho años. Algo en el aire me dice que este día será especial. El corazón me latía fuerte, imaginando sorpresas, pero sobre todo soñaba con un anillo—delicado, con un pequeño diamante.
—¡Feliz cumpleaños, hija!— Entraron mis padres. Mamá llevaba una cajita en la palma, y papá brillaba de orgullo.
Me incorporé de un salto, abrí la cajita y, conteniendo el aliento, me deslizé el anillo en el dedo.
—Es precioso… ¡Gracias! Pero debe haber costado una fortuna…
—Solo tenemos una hija, Lucita. No nos importa el dinero— sonrió papá.
—Y no es todo— guiñó mamá.—Hemos decidido que, como estamos de vacaciones y tú sin clases, iremos a la playa. ¡Las maletas ya están en el coche!
No podía creer mi suerte. ¡La playa! ¡El sol! ¡Los bikinis! Mis amigas envidiarían—especialmente Marta, que siempre presumía de sus viajes.
La lluvia cesó cuando salimos de Madrid. La autopista estaba congestionada. Mientras miraba por la ventana, imaginaba mi regreso, bronceada y feliz…
Y luego, oscuridad.
Desperté en una habitación blanca. Cada músculo ardía, cada movimiento era una puñalada. Una enfermera se inclinó sobre mí, arreglando la almohada.
—Tranquila, cariño… No te muevas. Llamaré al médico.
Intenté moverme y, de repente, el miedo me paralizó.
—¿Dónde están mis padres? ¡Quiero verlos!
Un médico mayor, con gafas, se sentó a mi lado. Su voz era serena pero firme.
—Lucía… Hubo un accidente. Vuestro coche chocó con un camión. Tus padres… no sobrevivieron. Estás sola.
El mundo se desmoronó. No era dolor lo que sentía, sino un vacío insoportable. No podía creerlo. No, mi padre conducía con cuidado…
Pero era cierto.
Los días pasaron entre sueros. Cada noche, llamaba a mis padres en sueños. Una tarde, el médico se sentó junto a mi cama y murmuró:
—Lucía… Te operamos dos veces. Te salvamos. Pero… no podrás tener hijos. Lo siento.
Otro golpe. Profundo como una herida.
Al salir del hospital, descubrí que solo me quedaba mi abuela paterna, enferma y sola en un pueblo de Andalucía. De mis amigos, solo Marta venía, más por obligación que por cariño. A veces llegaba con un chico, Adrián, con quien paseaba por el parque. Pero pronto dejó de aparecer.
Hasta que un día Marta llegó con Álvaro. Él me miró distinto. Mi silencio, mi mirada seria. Cuando supo de la tragedia, quiso apoyarme.
Empezó a venir más a menudo. A veces sin Marta. Paseábamos juntos. Yo volvía a reír, pero el miedo persistía: ¿y si Marta se enfadaba? Decidí hablar con ella.
—Marta… Perdóname si te molesta lo de Álvaro…
—¿Y si me molesta, lo dejarás?— dijo con frialdad.
Me quedé sin palabras:
—No es eso… No quiero perderte.
Ella asintió, pero en sus ojos ardía rencor.
—La inválida esta… Y Álvaro picando. Nunca los habría presentado de saber cómo terminaría.
Álvaro, sin embargo, no veía mis cicatrices. Solo mis ojos. Me traía flores. Decía que me amaba.
Yo florecía, pero el temor no se iba. Un día me confesé con Marta:
—El médico dijo que no puedo tener hijos. ¿Cómo se lo digo? Se irá…
—Díselo— fingió preocupación—. Tiene derecho a saber.
Pero Marta corrió a contárselo a Álvaro, adornándolo a su manera.
—Lucía no puede ser madre. No sé si te lo dirá… pero debes saber con quién te metes.
Álvaro calló. La miró fijamente. Luego dijo:
—Gracias. No hace falta que sigas.
Y se fue.
Yo lo esperaba en casa, nerviosa, ensayando mis palabras.
Cuando entró, balbuceé:
—Necesito decirte algo…
Él me abrazó:
—No hace falta. Lo sé. Y te quiero igual.
No pregunté cómo lo supo. Solo importaba que seguía ahí.
La boda fue sencilla, pero feliz. Hasta que un día propuso:
—¿Y si adoptamos?
Lloré como nunca. Era mi salvación.
Así llegó Carlota.
La mimé sin medida. Todo lo mejor para ella. Cuando empezó el colegio, Álvaro se preocupó.
—¿No ves que no estudia? Te manipula.
—Todas las niñas se maquillan— me defendía.
Carlota mentía. Escondía el móvil, fingía hacer deberes. Su padre no soportaba sus engaños.
—Te está mintiendo. ¿No lo ves?
—¡Confío en mi hija!
Carlota lo oyó. Un día, mirándome, susurró:
—Mamá, papá me pega. Ya tres veces…
Cuando Álvaro llegó del trabajo, yo estaba en la puerta.
—Vete. Le levantas la mano a mi hija. No lo permitiré.
—Lucía, ¿qué dices? ¡Jamás…! Ella miente.
—Confío en Carlota.
Hizo la maleta y se fue.
Carlota, en su habitación, sonreía. Todo era suyo.
Pasaron años. El cansancio por sus mentiras, sus exigencias, me consumía. El dinero desaparecía. Carlota pedía más. Recordaba a Álvaro. Sus manos, su voz.
—Perdóname— susurraba por las noches—. Perdóname por no escucharte…
Soñaba con llamar a su puerta. Donde huele a café. Donde quizá alguien me esperara, dispuesto a darme otra oportunidad.
Tal vez la vida me la conceda. Porque ya me dio una… y la perdí.