Cuando el autobús se detuvo, la vida arrancó

Cuando el autobús se averió, la vida, en cambió, comenzó a arrancar

María Dolores regresaba de la casa de campo con sus nietos. El sol de agosto abrasaba sin piedad, los niños se quejaban, y el autobús, incapaz de soportar el calor del mediodía, se detuvo en mitad de la carretera. Dentro, el bullicio crecía—los pasajeros protestaban, se abanicaban con periódicos y renegaban del conductor. María Dolores miró a sus dos pequeños, exhaustos, y supo que esperar otro autobús sería una tortura. Debía llamar a su hijo para que los recogiera. Ya tenía el teléfono en mano cuando, de pronto, un coche se detuvo junto a ellos. La ventanilla del conductor bajó lentamente. María asomó la vista al interior… y se quedó sin aliento.

Pero esta historia había comenzado mucho antes de aquel día sofocante.

María Dolores no se casó por amor ni por interés, sino por necesidad. A los veinticinco años, en su pueblo, ya se decía que se le pasaba el arroz. Entonces apareció Vicente, un manitas del lugar con manos de oro y debilidad por el vino. Sus padres insistieron, sus amigas ya tenían hijos… y ella cedió.

Al principio, intentaron entenderse. Ella procuró querer a su marido; él no se esforzó demasiado en ser querido. El matrimonio pronto se convirtió en una mera convivencia. Nació su hijo Javier, y dos años después, su hija Lucía. Con los niños, Vicente se entregó a sus vicios. Al principio, trabajaba en el pueblo—le sobraba faena, la gente le pagaba con lo que podía, ya fuera en productos o en pesetas. Pero cuando se mudaron a la ciudad, a un piso heredado, todo se torció.

Vicente no conseguía mantener un trabajo: fábrica, mercado, taller—nada duraba. María Dolores tuvo que emplearse como cuidadora en una guardería solo para que sus hijos pudieran asistir. El dinero no alcanzaba. Los noventa, la pobreza, la desesperanza… La casa del pueblo se vendió años atrás. Y su marido no perdía ocasión de recordarle que el piso era suyo, y que si algo no le gustaba, ya sabía dónde estaba la puerta.

Pero no tenía adónde ir. María sobrevivió—por sus hijos. No sentía ni pizca de amor por su marido, solo amargura y decepción. Con los años, las cosas cambiaron. Consiguió un puesto en recursos humanos y empezó a ganar mejor. Vicente chapurreaba en un taller. Había para comer, pero la felicidad no llegaba.

Cuando Javier empezó la universidad y Lucía apenas tenía catorce años, Vicente falleció. Un infarto. María Dolores lloró, claro, pero sin dramatismos. Para ella, siempre había sido un extraño. Lo enterró y se quedó sola con sus hijos. Tenía solo cuarenta y cinco años, pero se sentía una anciana. Sin amor, sin sueños, sin esperanzas.

Se entregó por completo a sus hijos. No se entrometió en sus vidas, no hizo preguntas indiscretas. Sabía demasiado bien lo que era vivir con alguien a quien no se ama. Ni siquiera les pidió nietos—todo llegaría a su tiempo. Pero cuando tanto Javier como Lucía encontraron pareja, se casaron y, al fin, le dieron nietos, su corazón se llenó de alegría verdadera.

Sus hijos cuidaban de ella, y ella pasaba largas horas con los pequeños. Con ayuda de la familia, le compraron una casita en el campo, y María Dolores disfrutaba cada verano allí, rodeada de paz y de sus nietos.

La vida seguía su curso, sin sobresaltos, sin emociones fuertes. Y María Dolores asumió que la felicidad en el amor ya no era para ella. Intentaba recordar algún momento feliz de su matrimonio… y no podía. Al fin y al cabo, se había casado sin amor.

Hasta que llegó aquel día. Volvían del campo. El autobús se averió. El calor era insoportable, los niños no paraban de quejarse. María Dolores sacó el teléfono para llamar a su hijo. Y entonces apareció aquel coche.

Al volante, un hombre de su edad. Bajó la ventanilla, miró el autobús y preguntó:

—¿Se os ha roto?

—Sí, desgraciadamente… Hace un calor terrible.

—¿Viene con los niños?

—Sí. Iba a llamar para que nos recojan.

—¿Van a la ciudad?

—Sí…

—Los llevo. No discuta. No pueden quedarse aquí bajo este sol.

Al principio, María Dolores iba a negarse, pero asintió—y acertó. El hombre se llamaba Ramón. También volvía del campo, pero él tenía coche. Durante el trayecto, charlaron. Era viudo, también con nietos, había trabajado como ingeniero y llevaba la casa solo.

María Dolores sintió algo que nunca había conocido: nervios, timidez. Quizás eran esas mariposas en el estómago de las que había leído en los libros, pero en las que nunca creyó.

Cuando llegaron, Ramón, al ver sus bolsas, las ayudó a subir hasta el piso. María le invitó a un café. Los niños jugaban en la habitación mientras ellos hablaban en la cocina. De la vida, del pasado, de sus hijos. Las horas pasaron volando. Solo cuando llegó su hijo a recoger a los niños, María se dio cuenta de lo tarde que era. Ramón se despidió, algo avergonzado, y se marchó. Y… no intercambiaron números.

Eso lo comprendió cuando se quedó sola. Una punzada de melancolía le apretó el corazón. Hasta le dio vergüenza—¿cómo era posible, a su edad? ¿Y si solo había sido un gesto de educación y nada más? ¿Y si no volvía a verlo?

Pasaron días. María empezó a convencerse de que había sido una casualidad. Pero una tarde, mientras preparaba su café y encendía la televisión, alguien llamó a la puerta.

Era Ramón. Con un ramo de gladiolos y una caja de pasteles.

—Perdone que venga sin avisar… pero no tengo su número. Y no he podido olvidarla.

María Dolores sonrió entre lágrimas.

—Me alegro tanto de que haya venido.

Y aunque frisaba los sesenta, aunque el pelo ya era gris y las rodillas le dolían al anochecer, por primera vez en la vida se sintió una mujer de verdad—deseada, importante, amada.

Así ocurre. Cuando el autobús se estropea, pero el corazón, en cambio, se enciende. Cuando la vida, después del dolor y la decepción, te regala una oportunidad—de amor. Verdadero, maduro, tranquilo como un atardecer de verano.

Y si crees que todo ha pasado… espera. Lo mejor podría estar por llegar.

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Cuando el autobús se detuvo, la vida arrancó