**17 de mayo, 2024 – Diario personal**
Carmen preparaba la cena, poniendo la mesa mientras esperaba a su marido. La tarde prometía ser tranquila, acogedora, pero de pronto, un timbrazo agudo rompió el silencio. No esperaban visitas, y aquel sonido quedó suspendido en el aire, como un presagio de algo inesperado.
—Javier, ¿puedes abrir, por favor? —gritó Carmen desde la cocina, secándose las manos en el delantal.
Javier, apartando la vista del televisor, se levantó con desgana y se dirigió a la puerta. Al abrir, se quedó paralizado, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
—¿Tía Valentina? ¿De dónde has salido? —La sorpresa en su voz era genuina. Ante él estaba la hermana mayor de su difunta madre, una mujer a la que no veía desde hacía años.
—Buenas noches, Javierito. Se me ocurrió pasar a verte. ¿Puedo entrar? —Valentina sonrió, pero en sus ojos se asomaba un destello de cansancio.
—¡Claro, pasa! —Javier hizo espacio mientras ella entraba—. ¿Por qué no avisaste? Te habría recogido en la estación.
—Fue algo improvisado —contestó, dejando con cuidado una bolsa pesada en el suelo—. Estuve con tu hermana en Zaragoza y ahora he venido hasta aquí, a Valencia.
Carmen, al oír las voces, salió de la cocina ajustándose el delantal. Al ver a la visitante, frunció ligeramente el ceño.
—Buenas noches, Valentina. Vaya sorpresa… ¿Cenarás con nosotros?
—No me negaré, gracias —respondió la mujer mientras se dirigía al baño para lavarse las manos.
Carmen lanzó una mirada interrogante a su marido, conteniendo a duras penas su irritación.
—No tenía ni idea de que vendría —susurró Javier, justificándose.
—¿Y cuánto se va a quedar? —Carmen cruzó los brazos—. ¿Tenemos que entretenerla y darle de comer? ¿Para qué ha aparecido así, sin avisar?
—Tranquila, ya lo hablaremos —Javier se encogió de hombros, tratando de no dramatizar.
Al regresar, Valentina dejó sobre la mesa una bolsa llena de productos de la huerta.
—Os he traído miel fresca, ajos y hierbas aromáticas. En la ciudad esto vale un dineral. Venga, contadme, ¿cómo os va? ¿Y vuestro hijo?
—Seguimos como siempre —empezó Javier—. Con la hipoteca de casa, trabajando sin parar. Adrián está en segundo de bachillerato, se ha aficionado a la informática. Llegará pronto de entrenar. ¿Y tú, cómo estás?
—Me alegro de que tengáis vuestra casa —asintió Valentina—. Yo decidí visitar a la familia. Desde que murió tu madre, Javier, casi perdí el contacto. Sé que estáis ocupados, pero en el pueblo se siente la soledad. La vejez, como dicen, no siempre es dulce…
—Carmen, estas albóndigas están deliciosas —añadió, saboreando un bocado—. Y la casa es muy acogedora.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó Carmen, disimulando su impaciente tono. Javier le lanzó una mirada de reproche.
—Un par de días. Quiero conocer la ciudad. Luego seguiré mi camino.
Carmen esbozó una sonrisa forzada. Los cumplidos eran agradables, pero la situación le incomodaba.
—Dormirás en el sofá cama —dijo—. Solo tenemos dos habitaciones.
—No soy exigente, con que tenga donde recostarme me basta —repuso Valentina—. Gracias por la cena.
En ese momento, Adrián entró corriendo, agitado, con la mochila al hombro.
—Hijo, esta es la tía Valentina, la hermana de tu abuela Elena —presentó Javier—. Quizá no la recuerdes.
—Encantado —dijo Adrián, observándola con curiosidad—. Se parece mucho a la abuela.
—Me han dicho que te gusta la programación —comentó Valentina.
—Sí, pero mi ordenador es viejo y va lento —se quejó el chico.
—Sigue así. Los informáticos valen su peso en oro —lo animó ella.
—¿Y tú a qué te dedicabas? —preguntó Adrián.
—Fui médica, luego di clases. Me mudé al pueblo con mi marido. Ayudar a la gente es lo más gratificante.
—Qué guay —murmuró Adrián, impresionado.
—Bueno, prepárate para descansar —propuso Javier—. Mañana tengo libre y puedo enseñarte la ciudad.
—Gracias —respondió Valentina, con voz emocionada.
Más tarde, mientras se acostaban, Carmen susurró a Javier con fastidio:
—¿Qué clase de visita es esta? ¿Aparece sin avisar y encima tenemos que agradecérselo?
—Carmen, es mi única tía —respondió él, sereno—. Crió a mi madre. Perdió a su marido, a su hijo, vivió dos veces el duelo. Ahora está sola. ¿Tan difícil es tener un poco de paciencia?
—Lo sé, pero esto no se hace —refunfuñó Carmen—. Mañana iré a casa de mi madre, así que entreténla tú.
Al día siguiente, mientras Carmen se ausentaba, Javier, Valentina y Adrián recorrieron Valencia. Al regresar, Carmen encontró la cocina llena de bolsas y risas.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, desconcertada.
—¡Te compré regalos! —exclamó Valentina—. Vajilla nueva, ropa de cama… ¡Y a Adrián un ordenador!
—¡Mamá, es el que quería! —gritó el chico, emocionado.
Carmen no daba crédito.
—Valentina… esto es demasiado.
—Tonterías —replicó la mujer—. El dinero no me falta, y ver a Adrián feliz no tiene precio.
Durante la cena, brindaron con cava. Valentina alzó su copa.
—Por vuestra familia. Gracias por recibirme con cariño. Cuando fui a ver a tu hermana, Javier, me dijeron claramente que no era bienvenida. Pero vosotros… sois diferentes.
Hizo una pausa, mirándolo con ternura.
—Hace años, salvé la vida de un hombre. Hace poco, me dejó un piso en el centro de Valencia. No lo necesito. Mañana firmaremos la donación a tu nombre.
Javier atragantó con el vino.
—¿Un piso? ¿Para mí?
—Sí. No pido nada a cambio. Solo que me visitéis de vez en cuando.
Carmen sintió que el rostro le ardía.
Al día siguiente, firmaron los papeles. Valentina partió al pueblo.
Nunca imaginaron que una visita inesperada cambiaría sus vidas. A veces, la generosidad llega disfrazada de molestia. Pero quien abre la puerta al desconocido, puede encontrar más de lo que busca.
**Lección:** Las apariencias engañan. Detrás de un gesto incómodo puede esconderse un regalo del destino.