En una fría mañana en el pueblo de Robledal, donde el viento arrastraba hojas secas por los andenes, la vi en la estación del Norte. Estaba al borde de la plataforma, como si ya no perteneciera a este mundo: un abrigo carmesí que ondeaba con el aire del metro, el pelo recogido con descuido y unos auriculares blancos de los que no salía música, sino silencio. No parecía esperar ningún tren, solo llevaba consigo una melancolía profunda y quieta, como si supiera algo que los demás ignorábamos. Su mirada se perdía más allá de las vías, más allá de la gente, en algún lugar invisible de su mundo interior, al que nadie podía llegar.
Pensé en cartas que nunca se envían, en melodías que solo suenan en la memoria. Era como si alguien aún la sostuviera de la mano: un fantasma del pasado que se negaba a soltarla.
Perdí mi tren.
Ella se marchó en el siguiente.
Una semana después, la volví a ver. Todo era casi igual: la misma estación, la misma hora, la misma luz fría de las lámparas. Llevaba el mismo abrigo carmesí, como si no fuera ropa, sino una segunda piel que la protegía del mundo. Y otra vez, ausente, como al borde del sueño y la realidad. En la mano sostenía un lirio blanco, una flor solitaria atada con una cinta delgada. No era solo un adorno, sino un símbolo de algo más profundo: pérdida, despedida, paz. Pensé en tragedias, en aniversarios, en dolores que no se pueden nombrar. Aquel lirio no era amor, sino resignación ante lo irreversible.
Esta vez me acerqué más. El corazón me latía con fuerza, como si intuyera que ese instante lo cambiaría todo.
—Perdone —dije—, se le ha caído el billete.
Sabía que mentía. Pero necesitaba que hablara, o al menos que me mirara.
Ella se volvió lentamente, como regresando de otro lugar. Sus ojos estaban vacíos, como si no me viera a mí, sino la sombra de algo perdido hace mucho. Asintió levemente. Su mirada tenía la transparencia de un lago y el peso de una piedra, como si cargara con algo que nadie más podía compartir. Luego, las puertas del vagón se cerraron, y desapareció en el túnel, dejando solo un tenue aroma a lirios: amargo como el recuerdo.
Empecé a viajar en el metro sin rumbo, cambiando de líneas, estaciones y horarios, solo para encontrarla. A veces captaba su mirada, otras solo su silueta tras el cristal, y en ocasiones, solo el vacío donde debería estar. Pero yo volvía, como en una peregrinación, guiado por un sentimiento que no entendía.
Un mes después, me decidí:
—Disculpe… nos cruzamos a menudo. ¿Le apetece tomar un té?
Sonrió, tan suavemente que parecía recordar cómo hacerlo.
—No tomo café, el corazón no me lo permite. Pero té… sí, podemos.
Entramos en una pequeña tetería cerca de la estación, donde olía a jengibre y miel. Allí, el tiempo fluía lento, como miel espesa. Supe que se llamaba Clara. Había sido cantante, pero dejó los escenarios tres años atrás, “después de lo ocurrido”. No pregunté qué había sido. Ella misma me lo contó una semana más tarde, cuando le llevé un té de manzanilla y un trozo de bizcocho.
—Perdí a mi hijo —dijo, mirando la taza—. Tenía seis años. Simplemente no despertó una mañana. Yo cantaba en la ópera, preparaba un papel importante. Y de pronto lo entendí: ¿de qué servía todo si no podía volver a aquella mañana en que él me despertaba, pidiendo que pusiera su dibujo favorito?
Guardé silencio. No porque no tuviera palabras, sino porque ninguna habría bastado. Ella miraba por la ventana y susurraba: “Si callas lo suficiente, puedes escuchar cómo se apaga la ciudad”.
Nos vimos muchas veces, sin planes ni promesas. Caminamos por las calles heladas de Robledal, a veces hasta la última estación, sentados en silencio. Clara escribía cartas a su hijo, sin enviarlas, guardándolas en un cuaderno. A veces me leía fragmentos, llenos de luz, hierbas aromáticas y su memoria cálida. Yo escuchaba, sin atreverme a confesar que me había enamorado. Temía romper su frágil mundo.
Una mañana, no estaba. Ni en el andén, ni en el vagón, ni en ningún tren. Pasó una semana, luego otra… desapareció. Seguí viajando, sabiendo que era inútil. Se había ido, como se van las aves: no porque quisieran, sino porque la vida lo exigía.
Dos meses después, encontré una nota en el bolsillo de mi chaqueta. Su letra, clara y ligera como sus pasos:
“Fuiste mi compañero en este camino. Gracias por el calor. Ahora sigo adelante. Quizás, donde vaya, vuelva a reír. No me busques. Solo recuérdame”.
Y la recordé.
Desde entonces, miré a la gente del metro con otros ojos: sus lágrimas, sus miradas pensativas, sus sonrisas escondidas. A veces, si veo a alguien con un abrigo carmesí, me detengo, y el corazón da un vuelco. Luego vuelve el silencio.
Pero un día, sonreí. Comprendí que no todos se van para siempre. Algunos dejan en ti un poco de luz, para que sigas viviendo. No por ellos, sino por ti.