La familia que nunca tuve
Juana llegó a casa después de un largo día de trabajo y supo al instante que había visitas. El aire olía distinto, ajeno. En la cocina, el televisor murmuraba en voz baja mientras se mezclaban murmullos. Suspiró: volvía a ser su suegra. Isabel Martínez. Siempre aparecía sin avisar, como si la casa fuera suya. Juana colgó el abrigo, se quitó los zapatos y, justo antes de entrar en la cocina, escuchó su nombre. Se quedó petrificada. La voz de Isabel era dura, casi cruel:
—Danielito, deberías pensártelo bien. La que tienes a tu lado… no es la adecuada. Se nota a la legua…
Juana se paralizó, la mano aún sobre el pomo. Algo se le encogió en el pecho. Isabel hablaba de ella, la diseccionaba con su hijo como si fuera mercancía en el rastro. Y Daniel… callaba. No la defendía.
Recordó entonces cómo, al principio, le había parecido que su familia era un regalo del destino. Cariñosa, acogedora, sincera. Nada que ver con la suya, donde cada comida acababa en discusiones, rencores y comentarios venenosos camuflados de bromas. En su casa nadie ayudaba; solo hablaban de quién debía qué a quién.
Crecer ahí le enseñó que pedir apoyo era inútil. Su madre soltaba con sorna: «¿Que te pide ayuda con la reforma? Agradécele que no te exija también cambiarle las ventanas gratis». Cuando necesitaban que su hermana la cuidara de pequeña, siempre «caía enferma».
La familia de Daniel, en cambio, le resultó irreal. Demasiadas sonrisas, abrazos, palabras cálidas. Algo ajeno. Esperó que, tarde o temprano, la máscara cayera: «¿Qué ves en ella, Dani?». Pero no ocurrió. Ni la primera, ni la décima, ni la centésima vez. Empezó a creer. Aunque dentro de ella seguía susurrando: «No les gusto. Soy una intrusa».
Su propia madre recibía a Daniel con amabilidad, pero en cuanto salía, soltaba: «Flacucho como un espárrago. Con ese no irías a la mili. Y qué sosito, por Dios».
Juana se enfadaba, pero discutir la agotaba. Hasta que un día escuchó a Isabel decirle a Daniel: «Juana es buena gente. No la pierdas. Contigo ha tenido suerte».
Aquellas palabras le revolvieron el alma. Lloró. Ni su madre había hablado así de ella.
Cuando Daniel ayudó a su padre a construir un cobertizo en la huerta, Juana protestó: «¡Era nuestro día libre!». Él solo dijo: «Me lo pidió. Y él hará lo mismo cuando lo necesite». Y así fue: cuando se fue la luz, el padre de Daniel llegó tras su turno y lo arregló. Sin reproches. Solo porque «somos familia».
Juana aprendió. Le costó. Toda la vida le habían dicho: «Sálvese quien pueda». Pero aquí el mundo giraba distinto. La ayuda no era una carga, sino una forma de amar.
Se casaron. La familia de Daniel colaboró con los preparativos: con manos y dinero. Los suyos les dieron «para el regalo» y soltaron: «Sois adultos, apañaos».
Juana sabía que quizá tuvieran razón, pero le supo a hiel.
Después ahorraron para un viaje a Italia. Casi lo tenían. Entonces, el desastre: la hermana de Daniel chocó. El coche, siniestro total. El seguro no cubría nada. Ella salió ilesa, pero sin coche no podía trabajar. Un niño pequeño y su negocio, sobre ruedas.
—Entre todos le compramos uno —dijo Daniel.
—¿Y las vacaciones? —susurró Juana.
—Pueden esperar.
Calló. Ardía por dentro. Quería Italia, el mar, silencio… algo para sí. Pero asintió.
Su madre estalló:
—¿Te ha dado un jamacuco? ¿Ahorras para tus viajes y ahora le compras un coche? ¡Que se espabile! ¿Tan tonta eres?
Juana volvió a callar. Estaba furiosa, sí. Pero sabía que en esta familia las reglas eran otras. Se ayudaba. Y si quería pertenecer, debía aceptarlo.
La hermana de Daniel les agradeció en persona: «Cuando pueda, os lo devuelvo». Pero Daniel y sus padres negaron con la mano: «No hace falta». Juana asintió, aunque no terminaba de entender.
Con el tiempo, llegó Italia. Luego Francia, España. Después, el embarazo. Nació Javier.
Y al año, el diagnóstico cruel. Un tratamiento caro, las ayudas no bastaban. Pusieron el piso en venta, pero ni así llegaban.
Juana pidió ayuda a su madre. La respuesta fue fría:
—No venderemos nuestro piso. Lo necesitamos. Pide a otros parientes, nosotros daremos algo. Pero el piso, no.
Entonces Daniel irrumpió en casa gritando:
—¡Han aceptado! Mi hermana se muda con mis padres. Venderá su piso y hasta la huerta. ¡Salvaremos a nuestro hijo!
Juana no podía respirar. Aturdida, llamó a la hermana de Daniel y balbuceó un agradecimiento. La respuesta fue sencilla:
—Somos familia. Cuando es cuestión de vida, no hay elección.
A Javier le hicieron el tratamiento. Se recuperó. Ellos vivían en un piso alquilado, pero eran felices.
Su madre no salía de su asombro:
—¿Vendieron su casa? ¿Por un sobrino? Vaya santas…
—Yo soy feliz, mamá. Porque ahora tengo una familia de verdad. No como la nuestra. Sin rencor, sin puñaladas. Donde el cariño es sincero. Y no quiero volver a lo que conocí. Allí ya no tengo cabida.
Su madre se ofendió. Pero a Juana le dio igual.
Años después, aún sentía vergüenza. Por aquel enfado, por el resentimiento al comprar el coche. Ahora sabía que en una familia verdadera, la bondad no tiene fin. Da vueltas, como un río. Y cuando es tu turno, das. Sin reproches. Sin condiciones.
Porque tener a tu espalda gente que no te fallará vale más que el dinero. Que los pisos. Incluso que Italia.