El precio de mi nombre: la verdad que me ocultaron durante veinte años
Siempre llevé el apellido de mi madre — López. Con mi padre no tenía contacto, ni siquiera lo recordaba. Mamá decía que nos abandonó cuando yo apenas tenía dos años, y desde entonces, ni rastro de él. Durante mucho tiempo no pregunté. Pensé que así debía ser. Estaba mamá, mi abuela y yo — con eso me bastaba.
Pero cuando cumplí veinte años, todo cambió. Conseguí un trabajo en el archivo municipal de mi barrio. Rutina aburrida de papeles, pero cerca de casa y con un horario decente. Al mes, mi jefa me encargó ordenar unas carpetas viejas en un armario al fondo. Y allí, entre actas, certificados y documentos, tropecé con una cubierta que me resultó familiar. Mi partida de nacimiento.
«Qué raro», pensé. «¿Qué hace aquí?»
La abrí y me quedé helada. En el apartado del padre aparecía un nombre: Antonio Ignacio Martín. No López. Y no estaba en blanco. Mamá siempre dijo que mi padre nunca me reconoció, que huyó, que ni una nota dejó. Pero allí estaba, en un registro oficial.
No pude reaccionar en todo el día. Me quedé mirando ese papel como si fuera una ventana a otra realidad. Por la tarde, fui a casa de mamá. Estaba planchando mientras veía una telenovela.
—Mamá… ¿quién es Antonio Martín?
La plancha se detuvo en el aire. La dejó lentamente sobre su base y se sentó.
—¿Dónde escuchaste ese nombre?
—En los documentos. En el archivo. Encontré mi partida de nacimiento. Él aparece como mi padre. Tú decías que nos abandonó… pero si me reconoció…
Mamá bajó la cabeza.
—Perdóname, te mentí. Tenía miedo. No quería que supieras la verdad.
Y entonces me lo contó. Todo. Sin esconder nada más.
Antonio fue su primer y único amor. Estudiaron juntos en el instituto, eran inseparables, soñaban con una vida en común. Cuando mamá quedó embarazada, Antonio le pidió matrimonio al instante. Pero sus padres se opusieron rotundamente. La consideraban indigna: sin dinero, sin posición, de una familia humilde. Él intentó defender su amor, pero su madre lo amenazó con desheredarlo y lo echó de casa.
Se casaron igual. Mamá ya tenía cinco meses. Vivían en una habitación alquilada, contando cada peseta. Luego, a Antonio lo llamaron al servicio militar. Escribía cartas, llamaba, le pedía que esperara. Pero al cabo de dos meses, la comunicación se cortó. Mamá viajó a su pueblo, y allí le dijeron que él… se había casado. Con otra. Y esperaban un hijo.
Mamá se desmayó en el registro civil. Después, tomó el primer tren y nunca volvió a aquel lugar. Me dio a luz, me puso su apellido. Pero Antonio, como supo después, dejó a aquella mujer al año. Y vino. Trajo dulces, regalos, dinero. Quiso ser mi padre. Mamá lo echó. Y él, ya con influencia, logró que su nombre figurara en mi partida.
Volvió dos veces más. Pero mamá no perdonó. Y nunca me habló de él.
Guardé silencio largo rato. El pecho me ardía. Pero al día siguiente me fui. En los papeles estaba su dirección.
Vivía en una urbanización a veinte kilómetros de la ciudad. Me quedé mucho tiempo frente a la verja. Por fin llamé.
Una mujer abrió. Mi madrastra. No pareció sorprenderse.
—¿Eres Ana? Él lleva años esperándote. Pasa.
En el salón, un hombre de pelo entrecano y unos ojos azules, dolorosamente familiares, me miró.
—Hola, hija…
Lloré. Él también. Después me contó todo lo que no supe. Cómo me buscó, cómo esperó, cómo escribió cartas que mamá devolvía. Cómo quiso ir a mi escuela pero no se atrevió. Cómo se alegró al saber que vivía en la ciudad, pero no quiso entrometerse.
Ahora hablamos. Y ya no soy Ana López. Soy Ana Martín. Porque, al fin, hay espacio en mi corazón para la verdad. Y para mi padre.