**El Diablo en el Detalle**
Levanté los ojos hacia el reloj con fastidio—la mañana apenas comenzaba y el día ya estaba arruinado. En lugar de maletas, billetes y el ansiado vuelo con Lucía a la costa, me hundía otra vez en el portal mohoso de mi vieja casa de cinco plantas. Como siempre. Mi hermana Valeria, llorosa, el termómetro y el «por favor, quédate con los niños, no tengo a quién más recurrir…».
No quería. De verdad. Anhelaba ser un hombre de vacaciones, con una mujer, un cóctel en la mano. Pero en vez de eso, tenía a dos sobrinos chillones, una mochila de juguetes y el tufo a alcohol de la vecina del bajo que, al abrir la puerta, exclamó:
—¡Víctor! ¿Qué hacen estos enanos contigo? ¿Acaso te has casado?
Carla, la vecina del bajo. Pelirroja, vivaracha, con ojos de zorra. Le había inundado el piso dos veces antes de que los dueños arreglaran la tubería. Su madre, una santa, no reclamó ni un céntimo, y desde entonces, Carla no paraba de guiñarme el ojo. Aunque yo creía que aún iba al instituto.
—¿No deberías estar en clase? ¡Se lo diré a tu madre! —mascullé, viendo cómo se ruborizaba.
—¡Ya terminé el ciclo formativo! ¡Estoy buscando trabajo! —replicó, echándose la mochila al hombro.
—Claro, con esa pinta de gandula. ¡Mírate al espejo!
Nos reímos, ella entró en su piso y yo fui a buscar el coche—viejo, pero mío, comprado a plazos. Lucía, por supuesto, resopló: «Podrías haber elegido algo mejor». Pero yo estaba orgulloso. Soy testarudo. Llegará todo: el piso, el coche, el prestigio y Lucía.
Pero no ese día.
Ese día: atascos, asientos pegajosos, niños berreando en la parte de atrás y mi hermana llorosa:
—Perdona, Víctor, en serio, no tengo a nadie más…
Valeria estaba en el hospital, nuestra madre también enfermó del susto. Y nuestro padre… Bueno, Óliver solo existía en el DNI. Beber, juergas, desaparecer—eso era todo lo que sabía hacer.
Los niños se colgaron de mi cuello: «¡Tío Víctor!». Los abracé, prometí helados y los llevé a mi alquilado estudio.
Carla apareció otra vez en el portal.
—¿Todo eso es tuyo? —preguntó, abriendo los ojos como platos.
—Sí, lo recogí en la parada —me burlé—. No tuve tiempo de apartar la vista y ya se me pegaron.
Los niños se rieron; ella se ruborizó. Me corregí:
—Broma. Son mis sobrinos. Mi hermana está ingresada, los cuido yo.
En el piso, los niños montaron un caos de inmediato. Les preparé tortilla, los llevé al parque, compré comida rápida y globos. Estaban encantados. Pero al tercer día empezaron los caprichos: Marisol se quejó de la garganta, Nicolás del estómago. Llantos, lágrimas, «quiero a mamá»…
Llamaron a la puerta. Carla.
—Los oí llorar… ¿Necesitas ayuda? Estudié auxiliar de enfermería.
Entró, trajo juguetes viejos, acostó a los niños en silencio, le puso un pañuelo a Marisol, le masajeó la barriga a Nicolás. Y él se durmió en sus brazos sin que yo pudiera darle las gracias.
—Vamos a la cocina, te prepararé algo de comer —murmuré, cerrando la puerta del cuarto.
Nos sentamos. Ella, tomando té, preguntó:
—¿Y tu… cuándo los recoge?
—¿Mi qué? ¡No es mi pareja! Es mi hermana. No tengo hijos. Ni perspectivas.
Sonrió, y entonces lo supe. Era auténtica. Cálida. Nada como Lucía, como nadie antes.
Carla se quedó un día más. Luego dos. Luego para siempre. Juntos paseamos con los niños, cocinamos, nos reímos. Y en el parque, cuando la vendedora de globos dijo: «Qué familia tan bonita», sentí un pellizco en el pecho. Miré a Carla, a los niños, y no quise que aquello terminara.
Lucía llamó una semana después. Su voz era fría:
—¿Dónde estás? Ni señales. Todo claro contigo.
Y lo único que sentí fue… nada.
Cuando dieron el alta a Valeria, mis sobrinos suplicaron:
—Tío Víctor, ¿puede venir Carla? ¿La quieres?
Marisol, sin esperar respuesta, afirmó:
—Yo sé que sí. Y ella a ti. Llevaremos la cola en vuestra boda.
Carla enrojeció, acariciando sus cabezas, mientras yo me miraba al espejo y pensaba: «Dios mío, gracias por esta chica pelirroja del bajo».
Y al llegar a casa, Valeria salió con nuestra madre, vio a Carla y exclamó:
—¡Por fin alguien a tu altura! ¡Qué chica más buena! ¿Carla? ¡Bienvenida a la familia!
Yo solo sonreí.
Volvimos en silencio. Hasta que Carla murmuró:
—Me encanta tu coche. Contigo… me siento segura.
Y yo simplemente pregunté:
—¿Mañana al parque? Y comes conmigo, queda tu sopa—sin ti ni apetece.
A los tres meses nos casamos.
A veces la felicidad no está donde la buscas. A veces vive un piso más abajo. Pelirroja, con mochila, con manos que calman hasta el llanto de un niño.
Y supe: era mi familia. Para siempre.
La vida enseña que el amor rara vez llega como lo esperas. A veces, solo hay que bajar un piso.