¡No habrá casa de campo!

**Diario de Lucía**

Nada de chalet.

Apenas introduje la llave en la cerradura y noté que algo iba mal. El piso no estaba vacío. Desde la cocina llegaban voces: una masculina, otra femenina y madura. Mi suegra había venido de visita. Arrugué la nariz. Nuestra relación era tensa: pura cortesía entre reproches y sermones. No quería cruzarme con ella, así que decidí salir a dar un paseo hasta el supermercado. Que esperara sola hasta que se aburriera.

Pero al avanzar por el pasillo, me detuve en seco. Algo en el tono de la conversación entre mi marido y su madre me alertó. Agucé el oído y lo que escuché me dejó helada.

—Tranquila, al final Lucía aceptará lo del chalet —dijo Álvaro con calma.

—Lo importante es que lo pongas a tu nombre —añadió su madre. No pude evitar arquear las cejas. ¿En serio?

—No sé cómo convencerla, pero algo se me ocurrirá. Si no, da igual. Al estar casados, la mitad será mía. Pero su piso en caso de divorcio quedaría solo para ella… ¡Eso no es justo! Llevamos dos años viviendo aquí, yo también merezco algo.

Me quedé helada. ¿Qué divorcio?

—Claro, tienes toda la razón. Así, tú y Meritxell podréis aspirar a algo más grande. ¿Cómo vais?

¿Meritxell? ¿Quién demonios era Meritxell?

—Bien. Quiere que me divorcie ya, pero le digo que hay que esperar. Cuando tengamos el chalet, lo haré. A Lucía le diré que el dinero está más seguro en mi cuenta, que lo transfiera. Es de fiar.

Me aferré a la pared. Los oídos me zumbaban. Reviví todo: desde nuestro primer encuentro hasta la visita a la inmobiliaria, donde quise darle el “sorpresón” de vender mi piso para comprar el chalet. La tarta de camino a casa aún estaba en la bolsa.

Mamá tenía razón. No vender. El piso era mi protección.

Entré en silencio al dormitorio, saqué la maleta y empecé a llenarla. Un minuto después, Álvaro apareció en la puerta.

—¿Lucía? ¿Ya has llegado? ¿Qué haces?

—¿Qué hago? —Mi voz temblaba—. ¿Queríais mi piso, verdad? ¿Ponerlo a tu nombre? ¡Pues ni hablar! Yo pagué la reforma con mi dinero, tengo todos los tickets. Y todo lo comprado, se divide. El regalo ha terminado.

Mi suegra, al oír mi tono, desapareció. Álvaro empezó a balbucear, a negarlo todo. Pero era tarde.

Entonces recordé.

A los veinte, mis padres me regalaron este estudio. “Es tu salvavidas —decía mamá—. No lo vendas nunca. Que siempre tengas un sitio al que volver.” Entonces me pareció exagerado, pero ahora… cada palabra sonaba a profecía.

Con Álvaro me enamoré al terminar la universidad. Empezamos a vivir juntos. Él insistió en que me mudara a su casa: “El hombre debe llevar a la mujer a su hogar.” Alquilé mi piso y repartí el dinero: gastos comunes y ahorros.

Luego, la boda. El dinero de los invitados se fue en reformar su piso. Mamá se preocupó: “¿Para qué invertir en lo ajeno?” Pero yo me justifiqué: “Vivo aquí.”

Después vino el distanciamiento. Álvaro se volvió frío, irritable. Hasta que, de repente, volvió a ser cariñoso. Flores, halagos. Y charlas sobre el chalet: aire puro, barbacoas, hijos. Presionaba: “Tu piso es pequeño. Ya compraremos más tarde, ahora queremos el chalet.”

Casi caí. Quise hacerle feliz. Hasta fui a la inmobiliaria y compré una tarta. Pero al volver, lo escuché todo.

Mi marido y su madre repartían mis bienes. Planeaban cómo dejarme en la estacada. Cómo meterme el dinero en el bolsillo para luego divorciarse.

No lloré. Solo sentí frío. El frío de la traición.

Esa misma noche, me fui. Mis padres me apoyaron. Mamá me abrazó en silencio.

Regresé a mi estudio. Toqué las paredes, miré por la ventana. Me senté en el alféizar y susurré:

—Contigo no me divorcio. Eres lo único seguro que tengo. Y en este mundo, la seguridad vale su peso en oro.

Porque ya no creía en nada… solo en las palabras de mamá y estas cuatro paredes.

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¡No habrá casa de campo!