El peso de la memoria
La muerte de su madre lo alcanzó como un golpe imposible de esquivar. Llegó al tercer día. No por no haber tenido tiempo, sino porque no podía. ¿Cómo abrir la puerta de una casa donde su voz ya no resonaba? ¿Cómo respirar el aire empapado de su perfume? ¿Cómo mirar a los vecinos y musitar un «hola» cuando en su garganta se atascaba un «perdón»?
El tren llegó al amanecer. La estación lo recibió con olor a hierro oxidado, asfalto mojado y una melancolía espesa. Bajó el último, con una mochila gastada al hombro y un rostro tallado en piedra, como lo había llevado durante años. En la sala de espera, un vagabundo dormía en un banco, encogido como queriendo esconderse del mundo. Todo le resultaba dolorosamente familiar, y a la vez ajeno, como una foto descolorida donde los rostros son conocidos pero tú mismo eres un extraño.
La casa en el pueblo cerca de Burgos seguía en pie, pero como si hubiera envejecido de golpe. La fachada descascarada, el porche torcido, los barandales cubiertos de óxido rojizo, y la pintura de la puerta se desprendía como piel reseca, olvidada por el cuidado. Los escalones crujieron bajo sus pies, susurrando historias pasadas.
La vecina Carmen abrió la puerta casi al instante, como si lo hubiera estado esperando tras la cerradura. Con un pañuelo viejo, una bata desteñida y un rostro marcado por los años, aún así se suavizó al verlo. En sus ojos brilló un destello de ternura, como si no tuviera frente a sí a un hombre cansado, sino al niño que alguna vez corrió tras un balón en el polvoriento patio.
—Al fin estás aquí —dijo, sin reproche, pero con un dejo de pesar en la voz. Y añadió en un susurro—: Pasa. Todo está como lo dejó. Nadie ha tocado nada.
El aire dentro olía a hierbas y flores marchitas. Por entre las pesadas cortinas se filtraban hilos de luz, acariciando el alféizar desgastado y un viejo mantel de ganchillo. Caminó hasta el dormitorio de su madre. Todo en su lugar: la manta del sofá doblada con el mismo cuidado de siempre; el reloj de pared cuyo tic-tac lo asustaba de niño. Sobre la mesa, una nota: «Las llaves del desván están en el cómoda. Sabes dónde está todo». Se dejó caer en el sofá, sin quitarse la chaqueta. Se quedó allí, mirando al vacío. Recorrió con la mirada el techo agrietado, la pantalla de la lámpara polvorienta, el marco de la ventana descascarado. Luego se acostó —vestido— y se hundió en el sueño. El sueño lo cubrió como una manta tibia, protegiéndolo del dolor, y por primera vez en años no se resistió.
Por la mañana encontró la cartera. La misma que llevó en su primer día de escuela. El cuero estaba rajado, el cierre roto, las esquinas gastadas hasta el desgaste, y la asa torpemente pegada con cinta adhesiva. La cartera acumulaba polvo en el estante más alto del armario, cubierta por un trapo raído, como si su madre la hubiera guardado como una reliquia, incapaz de deshacerse de ella. Dentro, cuadernos amarillentos con letra infantil torpe, una postal de su padre (de antes de que desapareciera de sus vidas), y otra nota, escrita después, con letra temblorosa: «No es tu culpa. Tienes tu propio camino. Perdóname si no siempre lo entendí. Mamá».
Se sentó en el suelo, abrazando la cartera como un niño. La espalda contra la pared fría, las piernas encogidas, la vista clavada en esas líneas. Acarició el papel, como si a través de él pudiera tocar su mano, sentir su calor. Le ardían los ojos, pero las lágrimas no llegaron. Solo se quedó allí, escuchando el graznido de un cuervo afuera y el tic-tac del viejo reloj. Y pensó: ¿cuántos años hacen falta para aceptar un simple «no es tu culpa»? ¿Y cuántos más para creerlo sin condiciones, sin pruebas, solo porque ella lo dijo?
Se quedó una semana. Ordenó papeles, tiró lo inservible, guardó las fotos. Arregló la estantería tambaleante, limpió el polvo del cómoda, lavó las ventanas, dejando que la luz entrara. Fue a la tienda del pueblo —no solo por pan, sino por sentir el aire, escuchar sus sonidos. Tomó té en la cocina, junto a la misma ventana donde su madre solía sentarse, observando a los niños jugar fuera. Y calló, no por vacío, sino porque lo importante ya estaba escrito en aquella nota.
Se fue al amanecer. El pueblo despertaba: chirriaban los portones, el barrendero barría hojas sin prisa. En la parada, un chico esperaba con una cartera igual de gastada, las esquinas peladas. Le sonrió:
—Son resistentes.
El chico asintió, como si hablar con un desconociente fuera lo más normal:
—Era de mi abuelo. Decía que si algo aguanta contigo, es porque está de tu lado. Esas cosas no se abandonan.
Asintió, pero de un modo especial, como si no hablaran de la cartera, sino de él mismo. Subió al autobús, sacó la cartera —no la mochila, esa la dejó en la casa—. La cartera. La misma. La puso sobre sus piernas, cerró los ojos y, por primera vez en años, pensó: «Quizá realmente no es mi culpa». No perfecto. No siempre acertado. Pero no culpable.
A veces, para saber quién eres, hay que volver al lugar donde te esperaban. Aunque fuera en silencio. Donde el polvo no es basura, sino huella del tiempo. Donde lo viejo no es trasto, sino memoria. Donde basta con ser tú mismo. Y eso es suficiente.