Cuarenta años bajo el ala: el renacer de una nueva vida impulsado por un gatito mojado

Cuarenta años bajo el ala: cómo un gatito empapado fue el comienzo de una nueva vida

A Isabel le cumplió cuarenta cuando todo se le vino abajo. Vivía con sus padres en un piso amplio de cuatro habitaciones en Sevilla. Trabajaba como abogada en un despacho pequeño, llegaba a casa por las tardes —cena, una serie, charlas esporádicas con su padre sobre política y con su madre sobre los vecinos—. Todo parecía correcto, ordenado, tranquilo. Solo un detalle rompía esa estructura perfecta: su propia felicidad nunca llegaba.

Sus padres siempre le decían: “Isabelita, ¡encuentra tu felicidad! ¡Arregla tu vida!”. Pero luego desmenuzaban a cada pretendiente: uno era demasiado grosero, otro demasiado callado, otro con estudios insuficientes. Todo bajo la excusa del “amor preocupado”: indirectas, puyas, risitas. Isabel callaba. Porque los quería. Porque no quería decepcionarlos. Porque vivía como en una vida ajena, aunque reluciente.

Una tarde de otoño, al volver a casa, vio un bulto mojado junto al portal. Un gatito. Pequeño, tembloroso, orejas pegadas, patas embarradas. Ojos llenos de miedo. Isabel lo cogió, lo apretó contra su pecho y entró con él en casa. Directo, bajo la lluvia, sin sacarlo del abrigo. Le puso un cuenco de leche; el animal bebió como si nunca hubiera comido. Sus padres se acercaron. En silencio. Y entonces… estallaron.

Gritaban. No hablaban, gritaban. Que lo iba a ensuciar todo, que arañaría el sofá, que habría pulgas, olor, suciedad. Que el parqué se arruinaría, que el piso parecería una perrera. Su padre se agarraba el pecho; su madre, la cabeza. Le ordenaron que sacara a ese “bicho” de allí. O que lo llevara a un refugio. Su padre hasta buscó una dirección en internet y le pasó el papel con aire triunfal. Luego, entre los dos, la empujaron literalmente a la puerta con un transportín en la mano. No sin antes meterle veinte euros en la palma —”para comida”—.

Isabel se metió en el coche. El gatito se acurrucó contra ella, se hizo un ovillo y se durmió al instante. Mientras miraba por la ventana, un pensamiento le iluminó la cabeza: “Tengo cuarenta años. Y no tengo nada. Nada mío. Ni siquiera una habitación. Todo es de mis padres. Y yo solo soy una invitada en esta vida”. Las lágrimas le cerraban la garganta; una voz dentro le suplicaba: “Haz algo, por una vez”. Cogió la tablet, buscó un anuncio. Un estudio cerca del trabajo, en alquiler a largo plazo. Llamó. Acordó. Fue. Pagó la fianza. Cogió las llaves. Se dirigió allí —no al refugio—.

Saco al gatito —ahora se llamaba Micho— y lo dejó sobre un cojín. Se sentó a su lado. Y por primera vez en años, sintió que estaba en casa. No en el piso de sus padres. No en ese escaparate de revista. Sino en su espacio. Pequeño, prestado, ajeno —pero suyo. Nadie le preguntaba con quién salía, adónde iba, por qué llegaba tarde. Lo único importante era pagar el alquiler. Y lo pagaba. Con gusto.

Y entonces, ocurrió algo que no esperaba. En el portal, paseando a Micho con su arnés, chocó con un hombre. Javier. Electricista, amable, sencillo, con una sonrisa franca y ojos tranquilos. Palabra tras palabra, surgió una conversación. La conversación derivó en un café. El café, en tardes enteras. Y así, sin críticas, sin análisis, sin exigencias, todo fluyó.

A sus padres les llamaba. Les decía que estaba bien. Y si alzaban la voz, colgaba. Quizá con el tiempo se vieran más. Quizá lo entendieran. O quizá no. Lo importante era que Isabel ahora tenía vida. Con Micho, ya un gato grandullón y descarado, con Javier, con nuevas costumbres, con silencio y libertad. Y todo empezó esa noche fría, con un gatito al que rescató.

A veces la vida empieza así. Con un poco de compasión. Por otro. Por una misma. Y con un primer paso —alejándose de lo que ahoga— hacia donde se puede respirar.

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