**Cuando mamá se marcha al mar: cómo una mujer que vivió para los demás decidió elegirse a sí misma**
—Javier, por favor, pásate por el pan —la voz de Carmen Martínez temblaba como el cristal bajo los pies—. Hay hielo en la calle, tengo miedo de caerme…
—Mamá, ¿estás de broma? —Alejandro puso los ojos en blanco sin levantarse del sofá—. Vengo del turno de noche, acabo de sentarme. Laura y yo íbamos a ver una peli. ¿Quieres que descanse o no?
—Hijo… en serio no puedo… —susurró ella, apretando el teléfono.
—Mamá, ¡pero si parece que vives en el siglo pasado! ¡Existen las apps de reparto, todo está hecho para facilitarnos la vida! ¡Aprende de una vez!
—Me lío con esos aparatos… ¿Puedes pedirlo tú?
—Ahora estoy conduciendo, no es momento. Pídeselo a Lucía.
—Ya lo hice… Tiene una reunión.
—Vale —refunfuñó Alejandro—. Cuando llegue a casa, te llamo. Me dices qué necesitas.
—Bien, esperaré —murmuró Carmen. Pero ni una hora ni dos después sonó el teléfono. Ella intentó llamar, solo silencio. Al final, fue su vecino, Eduardo, quien la salvó: pidió la compra por la app y le ayudó con las bolsas.
Mientras guardaba los alimentos, Carmen sintió un peso en el pecho. ¿Por qué esta vida? ¿Por qué, cuando ella necesitaba, no estaban aquellos por los que había vivido?
Había sido una buena madre. Quedó viuda cuando Alejandro tenía dieciséis y Lucía, once. Los crió sola. Trabajó como contable y de limpieza por las noches. Su madre y su suegra ayudaron hasta que fallecieron, y todo cayó sobre sus hombros.
El piso de su padre fue para Lucía. El de su madre, para Alejandro. Para ella, nada. Todo para ellos. Estudios, bodas, nietos… todo sobre su espalda. Y no se quejó. Pensaba: *”Así tendrán futuro. Así estarán bien”*.
Los llevó a actividades, pasó noches corrigiendo deberes, lavó, cocinó, cargó bolsas de la compra, cuidó, hizo caldos. Ahora… era nadie. Solo un mueble más, invisible.
Cuando Lucía le pedía que cuidara a su perro, Lolo, Carmen lo sacaba bajo la lluvia o el frío. Cuando Alejandro dejaba a su nieto los fines de semana, ella velaba noches enteras. Nunca pidió nada a cambio.
Pero cuando enfermó, fue Eduardo quien le trajo las pastillas. Sus hijos pasaron diez minutos en el hospital. Lucía torció el gesto:
—Mamá, ya sabes que los hospitales me dan miedo…
—Aquí nadie está contenta, cariño…
—Mejórate, luego hablamos.
Alejandro también se fue rápido: *”Laura está agotada, tengo que ayudar con el niño”*. Ni un abrazo, ni quedarse un rato. Nada.
Y hoy… el hielo crujiendo bajo sus pies le recordó que envejecía. Podía caerse, y nadie vendría. Nadie.
Entonces recordó aquel verano. Tenía treinta años. Alejandro era pequeño, Lucía no había nacido. Un balneario en Alicante. Calor, silencio, nadie la molestaba. No había móviles. Solo ella y el mar. Fue feliz.
Casi treinta años después… y nunca más vivió para sí misma.
Esa noche, acostada, pensó: ¿qué la ataba? Sus hijos eran adultos, con hogar. Ni gratitud ni cariño. Solo exigencias. ¿Y ella? ¿Acaso no era una persona?
A la mañana siguiente, preparó un café, sacó una libreta y escribió: *”Vender el piso. Comprar una casa junto al mar. Vivir para mí”*.
Encontró una agente inmobiliaria rápido —una amiga le recomendó—. El piso se vendió en un mes. Dinero en cuenta, papeles listos.
Cuando todo estuvo hecho, llamó a sus hijos.
—¿Qué pasa? —frunció el ceño Alejandro—. Acabo de salir del trabajo.
—Mamá, tengo una reunión con un cliente —dijo Lucía—. ¿Es urgente?
—Sí. Necesito hablaros.
—Dilo —bufó Lucía—. Pero rápido. Tengo prisa. Ah, y este fin de semana te dejamos a Lolo.
—No podré —respondió con calma.
—¿Cómo que no?
—Me voy.
—¿Adónde? —exclamaron al unísono.
—A Málaga. Me he comprado una casa cerca del mar. Voy a vivir allí.
Silencio. Alejandro soltó una risa incómoda:
—Mamá, ¿de qué hablas? ¿Con qué dinero?
—He vendido el piso.
—¿¡QUÉ!? —saltó Lucía—. ¿Sin consultarnos? ¡Ni siquiera lo hablamos!
—Siempre estáis ocupados. No soy prioridad.
—¿Y cómo vas a apañarte allí? ¿Sola?
—Me las arreglaré. Ahora tengo algo mío: mi casa, mi mar, mi vida.
—¿No pensaste en nosotros? —chilló Lucía—. ¡Creíamos que el piso sería para nosotros!
—Yo también creí que seríais mi apoyo. Pero me equivoqué. Adiós, hijos. Os quiero. Pero ahora me elijo a mí.
Se marcharon. Furiosos, atónitos. Ella se quedó… sola. Pero por primera vez en treinta años, ese “sola” no daba miedo. Era libertad.
Una semana después, en la terraza de su nueva casa, respiró el aire salado y acarició el alféizar. Calor. Silencio. Libertad.
A veces, para volver a vivir, basta con irse. Irse de quienes no te valoran. Volver a ti. Al mar. A la vida.