La Sombra de las Esperanzas Perdidas
Lucía estaba sentada en una cafetería acogedora en el centro de Madrid, frente a su amiga Carmen. Esta, removiendo su café con leche, la miraba fijamente como si intentara descifrar un enigma.
—Hoy estás rara —dijo Carmen, entrecerrando los ojos—. Venga, suelta, ¿qué te pasa?
—Miguel me pidió que me casara con él —susurró Lucía, pero en su sonrisa se notaba amargura.
—¿En serio? ¡Por fin! —Carmen se animó, pero al instante frunció el ceño—. ¿Y dónde está tu alegría? ¡Llevabas años esperando esto!
—Le dije que no —la voz de Lucía tembló, y apartó la mirada.
—¡¿Qué?! —Carmen casi derrama el café—. ¡Pero si era tu sueño! Miguel llevaba años a tu lado, y tú… ¿Por qué?
—Después de lo que hizo, no podía aceptar —respondió Lucía con misterio, sus ojos oscureciéndose al recordar.
—¿Qué hizo? —Carmen se inclinó hacia adelante, incapaz de disimular su curiosidad.
Lucía respiró hondo, ordenando sus pensamientos, y comenzó a relatar. Carmen escuchó conteniendo el aliento, sin creer lo que oía.
Lucía siempre imaginó el amor como las escenas de una película romántica: ramos de flores, declaraciones apasionadas, sacrificios por el ser amado. Se veía a sí misma como la protagonista, viviendo una eterna fiesta de sentimientos. Esas imágenes, inspiradas en el cine y los libros, se convirtieron en su único guión del amor.
Pero la vida era más complicada. La joven Lucía, llena de ilusiones, aprendió del amor equivocándose, enamorándose y rompiendo. Su teatralidad, arraigada en lo más hondo, convertía cada romance en un drama.
A su primer hombre le dedicó cuatro años. Tenía solo dieciocho cuando se conocieron. Inocente y enamorada, aprendía a su lado cómo funcionaban las relaciones. Pero su ardor chocó con su frialdad. Sus ideas sobre el amor eran distintas, y la intimidad que ella anhelaba nunca llegó.
Decidió dejarlo, pero no sin un final épico, como en las películas. Lucía anunció que necesitaba ir sola a la playa para «encontrarse a sí misma». Él no objetó; al fin y al cabo, solo salían, no vivían juntos.
En la estación, él la despedía sin sospechar nada. Un minuto antes de que el tren partiera, Lucía, desde la puerta, soltó:
—Termino contigo.
—¿Cómo? ¿Por qué? —él se quedó paralizado.
—Será mejor así —dijo ella, y desapareció en el vagón.
El tren arrancó. Él corrió junto a él, gritando:
—¡Lucía! ¡Te quiero! ¡Cásate conmigo!
Ella asomó la cabeza y respondió con frialdad:
—¡Nunca!
Así, con un golpe de efecto cinematográfico, terminó su primer amor.
Un año después, llegó otra relación, con Adrián, un ingeniero galante como los héroes de sus películas: flores, regalos, viajes. Con él, Lucía se sentía protegida, y las miradas de la gente parecían envidiosas. Adrián la presentó a sus padres, la llevó de vacaciones, la colmó de detalles. Dos años más tarde, todo apuntaba a una boda, y Lucía ya se veía como su esposa.
Hasta que un día, Adrián le dijo que lo trasladaban a otra ciudad. Y añadió, con una sonrisa soñadora:
—Imagínate, nos casamos, tú en casa con los niños, preparándome mi cocido…
Lucía se heló. Esa imagen de rutina doméstica distaba mucho de su sueño de romance eterno.
—Ni lo sueñes —respondió tajante—. Odio el cocido.
Dio media vuelta y se alejó casi corriendo, imaginando su pañuelo ondeando al viento y a Adrián mirándola con el corazón roto.
Después de eso, Lucía tuvo muchos pretendientes, pero ninguno duró… hasta que conoció a Miguel. Su historia avanzó rápido, empezaron a vivir juntos, tuvieron un hijo, y ella estaba segura de querer casarse. Miguel era responsable, la cuidaba a ella y al niño, pero le faltaba romanticismo.
Lucía esperó su propuesta, pero los años pasaban y Miguel no se decidía. Cinco años juntos, su hijo crecía, y su dedo seguía sin anillo. Dentro de ella, crecía la rabia. Dejó de ser la chica romántica para convertirse en una mujer dispuesta a luchar por sus sueños.
Lo intentó todo: ser tierna, manipular, provocar… solo para que Miguel entendiera lo importante que era para ella el matrimonio. Pero él parecía no darse cuenta. Un día, Lucía vio su vida con otros ojos: Miguel no la valoraba, solo fingía amarla. ¡El amor verdadero debía ser intenso, apasionado, y él ni siquiera la pedía en matrimonio!
El resentimiento se convirtió en venganza. No quería irse, sino hacerle sentir su dolor. Su plan sería frío y calculado.
El momento llegó a los cinco años. Miguel la invitó a un—Miguel se fue con otra —dijo Lucía, secándose una lágrima mientras el peso de sus propias decisiones caía sobre ella como una losa.