Madre a la que no le debo nada.

**Madre, a quien no debo nada**

Lucía y Mateo preparaban con ilusión su boda. La noche antes de la celebración, la madre de la novia, María del Carmen, visitó a la familia del novio para conocer a su futura consuegra. La reunión transcurrió en casa de la madre de Mateo, Carmen Solís. Hablaron de los detalles de la boda, compartieron una cena y, al día siguiente, María del Carmen se despedía para regresar a su hogar. Lucía la acompañó a la puerta.

—Y bien, ¿qué te parece Mateo? —preguntó la joven.

—Es un buen chico —respondió su madre, sonriendo, pero con un suspiro cargado de preocupación.

—Mamá, ¿qué pasa? —inquirió Lucía, sorprendida.

—Hija, mantente lejos de su madre. Hay cosas de ella que aún no conoces.

Pronto, esas palabras cobraron peso.

Cuando Lucía descubrió que su suegra planeaba mudarse con ellos, se enfrentó a su marido sin rodeos:

—Tendrás que elegir: yo o tu madre.

—No voy a elegir —respondió Mateo con calma—. Seguiremos con nuestra vida, y que ella resuelva sus asuntos sola.

—¿O sea que no permitirás que se venga a vivir aquí?

—Ya se lo dije.

—¿Y cómo lo tomó?

—Se sintió ofendida. Me llamó desagradecido y me advirtió que me arrepentiría.

—Predecible…

Carmen Solís se había jubilado joven tras años de trabajar como azafata.

—Basta. Ya he trabajado suficiente —decidió al recibir una pensión generosa, más alta que la de la mayoría.

Pero pronto comprendió que, para su estilo de vida, ese dinero no le alcanzaba. La solución fue clara: transferir los gastos a su hijo.

—Te crié, te di estudios. Ahora te toca cumplir con tu deber —le dijo a Mateo cuando apenas tenía veintitrés años—. A partir del próximo mes, pagarás el alquiler y la comida.

—Está bien —aceptó él—. Pero si mantengo la casa, no interfieres en mi vida.

Ella accedió y, hay que reconocerlo, no se entrometió. La vida de su hijo no le interesaba demasiado. Mateo creció principalmente con sus abuelos mientras ella intentaba, sin éxito, labrarse un futuro.

Pasaron los años. Él creció y, al comenzar el instituto, se mudó con ella. Durante cinco años, pagó religiosamente los gastos mientras Carmen disfrutaba de su pensión sin preocupaciones.

Cuando cumplió cincuenta años, Mateo llevó a Lucía a casa.

—¡Qué elegante eres! —se sorprendió la joven al conocer a su suegra—. No pareces jubilada.

Al enterarse de que vivirían juntos, Carmen se alegró: «Mejor así», dijo, pensando: «Ahora no tendré que cocinar».

Lucía lo tomó como una muestra de afecto, pero Mateo le aclaró:

—A mamá solo le faltó valor para echarnos. Llevo cinco años pagando todo.

La visita de María del Carmen disipó incluso aquellas frágiles ilusiones:

—Hija, ten cuidado. Esa mujer vive solo para sí misma. Os abandonará si le resultáis un estorbo. Aférrate a tu marido. Me ha caído bien. Pero con su madre no habéis tenido suerte.

Pasaron seis meses. Carmen se enamoró. Un hombre llamado Javier comenzó a aparecer con frecuencia. Hasta que un día…

—Tenéis dos semanas para iros. Vendo el piso. Me mudo a Málaga.

—¿En serio? —preguntó Mateo, atónito.

—¿Por qué no? Es mi derecho. El piso es mío. Me lo regalaron mis padres.

—¿Y nos echas así?

—Sí. Todo es legal.

Mateo, en silencio, se puso la chaqueta y salió. Esa misma noche, él y Lucía empacaron sus cosas. Se mudaron a casa de un compañero de trabajo que buscaba inquilinos. Un mes después, Carmen vendió la propiedad y se fue a Málaga con Javier.

Poco después, Mateo intentó pedirle un préstamo:

—No, claro que no. Ya tengo todo planeado —respondió su madre con frialdad.

—Bueno, suerte —dijo él.

—Igualmente —sonrió ella, sin siquiera abrazarlo al despedirse.

Pasó un año. Carmen llamó: se había divorciado de Javier, él le había quitado el dinero y desapareció. Se quedó sin hogar. Regresó con una exigencia:

—Viviré con vosotros.

—No. Toma lo que te queda y pide una hipoteca.

—¿Una hipoteca? ¿A mi edad? ¿Con mi pensión?

—Busca trabajo. Tienes que arreglártelas como todo el mundo.

—¿Así que no me vas a ayudar?

—No te debo nada, madre.

Ella estalló:

—¡Eres un ingrato! ¡Te crié!

—Solo sigo tu ejemplo —contestó él, sereno.

Carmen se alojó con amigas mientras le duró el dinero. Después, una negativa tras otra. Volvió a pedir ayuda.

—Madre, no estás enferma ni eres anciana. Busca trabajo. Alquila una habitación. Haz algo.

—¿No te da pena?

—No. Me recuerdas a la cigarra… que cantó todo el verano.

Al final, Carmen encontró una solución… aunque no un trabajo, sino un nuevo matrimonio. Con el primero que pasó, pero con piso.

Pero esa ya es otra historia.

Rate article
MagistrUm
Madre a la que no le debo nada.