Sombras de la traición

**Sombras de Traición**

El anochecer otoñal cubría Madrid con un suave resplandor de farolas. Las hojas crujían bajo los pies, creando una ilusión de calma. Diego, envuelto en un abrigo oscuro, apretaba entre sus manos un ramo de lirios blancos mientras esperaba frente al portal de su amada, Carmen. Hoy era un día especial: iban a presentarse ante sus padres. El corazón le latía con fuerza, imaginando cómo les diría: “Mamá, papá, esta es Carmen”, mientras compartían risas durante la cena. Pero el destino guardaba un golpe del que le costaría recuperarse.

La puerta del edificio se abrió con un chirrido, y Carmen apareció en el umbral. Su aspecto contrastaba brutalmente con lo que él esperaba: en lugar de un vestido elegante, llevaba unos vaqueros gastados, el pelo recogido sin cuidado y el rostro sin maquillaje. Parecía no tener intención de salir.

—No hacen falta lirios—, cortó ella, apartando el ramo con frialdad. —Diego, no quiero engañarte. Hay otro. Es mayor, tiene éxito, puede darme todo lo que deseo. Eres bueno, pero… no encajamos. Lo siento.

Sus palabras, afiladas como cuchillas, lo atravesaron. Diego no respondió. No discutió, no pidió explicaciones. El ramo, que un momento antes simbolizaba su amor, voló hacia un contenedor. Con él, parecían romperse también sus sueños. Se marchó, sintiendo cómo el dolor crecía sordo en su pecho.

El café “Azahar” lo recibió con calor y el aroma del café recién hecho. Era su lugar con Carmen, donde pasaban las tardes riendo y planeando el futuro. Ahora, todo le recordaba la traición. Se sentó junto a la ventana, pidió un cortado y se sumergió en sus pensamientos. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Por qué no lo dijo antes? ¿Por qué hoy, cuando iba a presentarla a su familia?

En casa, sus padres lo esperaban. Su madre seguramente había preparado la mesa, dispuesto los platos favoritos, ilusionada con conocer a “la chica perfecta” de su hijo. Diego sentía vergüenza por tener que explicarles la verdad. No merecían esa decepción. El jazz que sonaba suavemente en los altavoces solo intensificaba su melancolía. Recordó cómo Carmen se había distanciado últimamente, cómo aparecían joyas caras que justificaba con “bonificaciones”. ¿Cómo pudo ser tan ciego?

De pronto, su mirada se posó en la mesa de enfrente. Allí, una chica de pelo castaño recogido en un moño desaliñado miraba por la ventana con ojos llenos de lágrimas, como si buscara respuestas en la oscuridad. Diego pensó: “¿Qué día es hoy? ¿Todos tienen el corazón roto?”.

Terminó el café y se encaminó hacia la salida. Al pasar, rozó sin querer su bolso.

—Perdona, no quise…—, comenzó él.

—Nada, parece que hoy es el día de las disculpas—, respondió ella, forzando una sonrisa. Su voz, suave y temblorosa, lo detuvo.

No supo por qué habló con ella. Quizás porque su tristeza reflejaba la suya. Se llamaba Lucía. Contó que su novio, con quien soñaba casarse, la había dejado con un “Eres demasiado normal para mí”.

—Pensé que lo normal era ser sincera—, suspiró, apartando un mechón de pelo. —Pero él quería un muñeco, no a mí.

Lucía hablaba como si desahogara su alma, y Diego sintió que sus palabras resonaban con su propia historia. Compartió su dolor, y entre ellos surgió una conversación fluida, llena de comprensión. Era más fácil abrirse a un extraño.

De repente, sonó su teléfono. Su madre.

—Diego, ¿dónde estáis? ¡Os esperamos! ¡La paella se enfría!—, su voz temblaba de impaciencia.

Imaginó a su madre en la cocina, moviéndose nerviosa, y supo que no podía defraudarla.

—Ahora voy—, respondió, y luego miró a Lucía. Una idea loca cruzó por su mente.

—Finge ser mi novia. Solo una hora. Después desapareceré de tu vida.

Lucía arqueó las cejas, pero de pronto sonrió:

—¿Eres guionista o qué? ¿De dónde sacas esas ideas?

—Mis padres estaban tan ilusionados… No quiero decepcionarlos—, explicó.

Ella dudó, pero asintió:

—Vale. Tus ojos… tienen tanto dolor que no puedo negarme. Además, hoy compartimos la misma pena. ¡Y la cena no puede desperdiciarse!

El trayecto a casa de sus padres pasó en un suspiro. Diego le contó detalles: “Nos gusta pasear por el Retiro… Nos conocimos en una librería… Sí, Lucía, pero me dicen Lucy”. Ella escuchaba atenta, como si preparara un papel de teatro.

—¿Segura que quieres mentir?—, preguntó él ante la puerta, viendo cómo retorcía un mechón de pelo.

—Hoy estoy harta de la verdad—, respondió Lucía, tomándole del brazo. —Y tutéame, que somos pareja, ¿recuerdas?

Su madre, vestida de fiesta, abrazó a la “novia”. Su padre, siempre serio, sonreía:

—¡Por fin traes a una belleza como esta! Lucía, cuéntanos, ¿cómo os conocisteis?

En la mesa, Lucía brilló. Habló de su trabajo en una biblioteca, su amor por los vinilos viejos y los gatos, y rió las bromas de su padre. Diego la observaba, incrédulo: horas antes, su mundo se desmoronaba, y ahora sonreía ante esta desconocida que encajaba tan naturalmente en su vida.

Sus padres estaban encantados. Diego sentía un remordimiento por el engaño, pero también creía que todo saldría bien. Lucía lo cautivó con su sinceridad y calidez. Con Carmen era distinto: siempre ponía condiciones, pedía más. Él se esforzaba, le regalaba detalles, pero nunca fue suficiente.

Al despedirse, Diego le pidió su número:

—Debo agradecerte el rescate. ¿Te invito a algo?

—La hora terminó, Cenicienta vuelve a la realidad—, bromeó ella, pero se lo dio. —Ya veremos.

Su primera cita real fue en “Azahar”. Luego vinieron paseos bajo la lluvia, charlas hasta el amanecer, risas que sanaban heridas. Lucía, con su fe en lo bueno, le devolvió la alegría.

Un día, se toparon con Carmen. Iba del brazo de un hombre importante, de traje caro. Al ver a Diego con Lucía, se quedó paralizada, y en sus ojos asomó un destello de arrepentimiento.

—¡Qué rápido me has remplazado!—, lanzó con sorna.

Diego apretó la mano de Lucía y respondió:

—Esto no es un remplazo. Esto es real.

Claro, tuvieron discusiones. Ambos temían confiar del todo. Pero tenían tiempo por delante para fortalecer lo suyo. El destino les dio una segunda oportunidad, y se aferraron a ella como a un rayo de sol tras la tormenta.

Nunca confesó a sus padres que Lucía fue “la novia de una hora”. Ya no importaba. Carmen quedó atrás, y el lugar donde conoció a Lucía se volvió símbolo de un nuevo comienzo: donde lo perdido se transformó en amor verdadero.

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