En el lugar donde alguna vez hubo un hogar
Cuando Elena pisó la tierra de su pueblo natal después de veinte años, lo primero que vio fue al viejo Federico, quien antes era cartero y ahora solo un anciano con la mirada perdida. Estaba sentado en un banco frente a la tienda medio derruida, aquel lugar donde antes bullía la vida: los hombres discutían sobre una botella, los chiquillos jugaban al fútbol y las mujeres traían chismes en lugar de noticias. Sobre sus rodillas descansaba una bolsa de plástico con el asa rota—pan, una lata de tomates en conserva y un periódico ajado. Federico partía pipas y escupía las cáscaras al suelo, entrecerrando los ojos bajo el pálido sol primaveral, como si le sorprendiera que aún brillara en este rincón olvidado, del que todos—incluso Dios—se habían desentendido.
La miró fijamente. Ni sorprendido, ni alegre—como si la atravesara con la mirada, hacia aquellos días en los que ella se había marchado, joven y llena de rabia.
—¿Elena?—murmuró—. ¿Así que sigues viva?
—¿Pensabas que no?—esbozó una sonrisa débil.
—Por aquí ya habíamos dado por hecho que o estabas en Madrid, o casada con un extranjero, o, Dios me perdone, bajo tierra…
No respondió. Solo asintió. Sí, seguía viva. Pero ya no era la misma.
Detrás de ella estaba aquella casa. Torcida, gris, con las paredes agrietadas, la terraza podrida y el porche donde su madre solía recibirla al volver del trabajo, antes de caer en silencio. La casa parecía más pequeña que en los recuerdos. Agotada. Encogida. Como un viejo al que ya no visitan. Parecía aguardar—no perdón, ni regreso—sino el final. Callado, inadvertido, como todo lo que había sido en estos últimos años.
Aquel día, Elena la rodeó sin entrar. Sin tocar nada. La observó como se mira una cicatriz que aún pica. Todo en su interior estaba tenso como un hilo a punto de romperse. Bastaba con girar el pomo de la puerta para que todo lo que mantenía contenido se derrumbara.
Se marchó a los diecinueve. Después de que su madre muriera y su padre empezara a beber hasta olvidar, por las mañanas, quién era ella. La llamaba con nombres ajenos. Le hablaba como si no fuera su hija, sino un fantasma de viejos sueños. La casa se volvió insoportable. Como un abrigo varias tallas más pequeño—ni podía llevarlo ni tirarlo. Las peleas eran diarias. Por tonterías, por silencios, por cualquier mínima cosa. Ella gritaba, él arrojaba tazas contra la pared. Lo último que le dijo fue: «No te necesito. Desaparece». Y ella desapareció. Se fue a la ciudad. Después, más lejos. Primero a las afueras, luego a Barcelona, luego simplemente—lejos del pasado.
Trabajó donde pudo: camarera, dependienta, mecanógrafa, fregó escaleras, vivió en habitaciones con olores ajenos. Cosía, escribía poesía—hasta que las palabras dejaron de salvarla. La vida transcurría como el agua por una tubería vieja—oxidada, ruidosa, a veces con moho. Pero seguía. Y Elena seguía con ella.
No escribió a nadie. No llamó. No supo si su padre vivía. Hasta que un día recibió una llamada: un hombre del ayuntamiento le informó de que había muerto. Una semana antes. Solo. Sin testigos. Los vecinos se enteraron cuando el olor se hizo insoportable. Lo enterraron por cuenta del municipio. Quedaba la casa.
Y ella volvió. Sin entender—¿por qué? ¿Para comprobar? ¿Para perdonar? ¿Para cerrar un ciclo? O solo para asegurarse de que realmente se había ido.
Al tercer día, entró en la casa. Tras forcejear con la puerta, inhaló el olor—a humedad, tabaco, tiempo estancado. Todo seguía igual. La mesa donde antes molían carne. El sillón donde él se sentaba. El periódico en el alféizar. La taza con la inscripción «El mejor padre»—ridícula, amarga, casi una burla. La casa callaba, pero las paredes susurraban: ¿recuerdas?
Se quedó en medio de aquel silencio sin saber por qué estaba allí. ¿Para perdonar? ¿Para confirmar? ¿O para poner punto final?
Durante una semana, limpió la casa. Pintó la valla que se inclinaba, remendó el tejado, pulió las ventanas viejas hasta que chirriaran. No porque pensara quedarse. Sino porque alguien tenía que recordarle a aquel hogar que seguía vivo.
Al noveno día, se marchó. Sin objetos, sin recuerdos. Solo una foto donde ella tenía unos ocho años, su madre aún era joven y su padre sonreía. O fingía hacerlo. Pero estaban juntos. Guardó la imagen en su cartera. No para añorar. Para no olvidar.
La casa se quedó. Cansada, descascarillada. Pero no vacía. Guardaba pasos, voces, peleas, alegrías, el aroma de mermelada, sombras de noches y voces que ya no existían. A veces el dolor no desaparece. Pero se aprende a vivir con él.
A veces, la casa deja de ser una herida. Se convierte en tierra. Aquella en la que un día aprendiste a caminar. Y caer. Y levantarte.
Y eso ya es suficiente para empezar de nuevo. No desde cero. Desde lo que quedó. Y se hizo tuyo. Para siempre.