**El Otoño del Perdón**
—Doña Natalia, ¡¿por qué hace esto?! ¡Que el doctor Vázquez se encargue de ella! — La voz de la enfermera Asunción temblaba de ansiedad mientras intentaba seguir el ritmo de la jefa de cirugía, una de las mejores en todo el hospital.
—Asunción, que preparen el quirófano. Necesitamos sangre para transfusión. Y llama a Eugenio, lo necesito para la operación —ordenó Natalia sin detenerse.
En la camilla de entrada yacía una mujer de unos treinta años, vestida de negro, con una bota faltante. Inconsciente.
—La atropellaron en el paso de cebra. El conductor iba borracho —informó rápidamente el paramédico—. La presión baja, sospechamos hemorragia interna.
—¡Al quirófano, ahora! —gritó Natalia, y dos enfermeros levantaron la camilla al instante.
—¡Natalia! ¡Natí! —Un grito se alzó tras ella. Reconoció esa voz al instante: Sergio. Su exmarido. El mismo que se había ido con esa mujer.
—¿Es verdad? —La sujetó por los hombros con fuerza—. ¿A Rocío la atropellaron?
—Sergio, haremos todo lo posible. Ahora, disculpa, debo trabajar.
—¿Tú? ¿Tú la operarás? ¡No! ¡No lo permitiré! ¿Quieres matarla? —Su voz temblaba más de miedo que de rabia. Natalia hizo un gesto a la enfermera para que le administrara un sedante.
Al entrar al quirófano, el silencio cayó de golpe. Sintió las miradas, el juicio. Pero no vaciló.
—Sí, es esa mujer. Sí, yo la operaré. Porque soy cirujana. De las mejores de esta ciudad. Si alguien cree que no puedo hacerlo, que lo diga ahora. Si no, a trabajar. Le salvamos la vida. ¿Está claro?
La operación duró tres horas. Dos veces los signos vitales de la paciente cayeron bajo lo crítico. Pero Natalia luchó como pudo. Y la salvó. Rocío sobrevivió.
*«Unos días en cuidados intensivos y estará como nueva»*, le escribió a Sergio, que esperaba junto a la puerta.
—¡Natí… Perdóname! ¡Soy un idiota! ¡Te lo agradeceré toda la vida! —Tomó sus manos, lloró, se arrodilló.
—Sergio, basta. Todo eso ya pasó. Vete a casa. No puedes verla aún. Te aviso si hay cambios.
Natalia preparó un café rápidamente, se sentó en el viejo sofá de la sala de guardia con un bollo y, por primera vez en el día, sintió hambre. Cerró los ojos un instante cuando Asunción entró.
—¡Eres una heroína! ¡Te admiro! Pero… ¿por qué? ¿Por qué salvar a esa víbora? ¡Te arruinó la vida!
—Asunción, soy médica. Llegó una paciente con hemorragia. Lo demás… Sergio y yo lo destruimos nosotros. Ni siquiera estoy segura de haberlo amado realmente.
—¡Eres simplemente increíble! —susurró Asunción abrazándola con fuerza.
Días después, dieron de vuelta a Rocío. Sergio llegó con dos ramos: rosas rojas majestuosas y humildes flores silvestres.
—Para ti, Natalia. No lo olvidé…
—No era necesario. —Pero lo aceptó igual.
—Natalia… Perdóneme… Gracias por salvarme… —Rocío apenas podía mirarla a los ojos.
—Todo eso ya pasó —respondió Natalia en voz baja, sobre todo para sí misma.
Terminó el turno. No quería volver a casa, a ese silencio vacío. Caminó por el casco antiguo, su lugar favorito. Amaba ese juego: adivinar a qué se dedicaba la gente. El ganador, un café de premio.
En un banco, un hombre. Abrigo fino, reloj caro, carpeta. ¿Abogado? Seguro.
—Disculpe… —No notó cuándo se acercó—. ¿Es usted… abogado?
—En el clavo —sonrió él—. Y usted, supongo, es médica.
—¿Cómo lo supo? —rió, sorprendida.
—Más aún, cirujana. Y se llama… ¿Natalia?
—Espere, ¿qué? ¿Es adivino?
—No, solo sé leer. Su tarjeta está en el pecho —él también rió—. Por cierto, soy Alejandro.
—¡Entonces usted me invita no solo al café, sino también a un cruasán! —se rió ella.
Por primera vez en años, Natalia rió de verdad, como si su corazón recordara la alegría. El otoño afuera no importaba. La primavera estaba dentro de ella.