¿Dónde te escondiste?

Al principio desaparecieron los guantes. Luego, el llavero. Después, la bufanda vieja. Podría haberlo achacado a la edad, al despiste, al cansancio. Pero cuando se esfumó la sexta cosa en un mes —una cajita de hilos, siempre colocada sobre la cómoda—, Isabel Martínez no pudo más. Se dejó caer en una silla, respirando hondo. Sus dedos temblaban, no de miedo, sino de rabia, de ver cómo su pequeño mundo cotidiano se deshilachaba, como si alguien invisible tirara con cuidado de los hilos.

—Muy bien, si es así, juguemos —dijo en voz alta, y en su tono no había angustia, sino desafío, afilado como una navaja.

El piso guardó silencio. Solo se oía el tictac del reloj de pared, marcando el tiempo con obstinada precisión. Isabel llevaba nueve años viviendo sola. Su marido se había ido de repente, en mitad del salón, con una taza de té a medio tomar y una broma sin terminar en los labios. Desde entonces, no había cambiado nada: el mismo sofá desgastado, la misma silla que crujía, incluso su taza favorita seguía allí, con la inscripción borrosa de *”El mejor abuelo”*.

Su hija la visitaba dos veces al año. Le traía comida, se quejaba de que no contestaba el teléfono, y se marchaba apresurada. Sus palabras sonaban cortantes, como si las exprimiera entre el trabajo, su familia, las facturas. Isabel no se ofendía. Lo entendía: su hija tenía su propia vida, sus hijos, las hipotecas. Aceptaba las bolsas con legumbres y pastillas, sonreía, la abrazaba con torpeza, la acompañaba a la puerta y luego se quedaba en el pasillo, mirando la puerta cerrada, hasta que el silencio se volvía insoportable.

Pero hacía un mes, algo extraño comenzó en casa. Poco a poco, como si alguien reordenara su vida con delicadeza, como un sastre que recorta los márgenes de una tela. Primero, un olor: sutil, como si en un rincón quemaran hierbas secas, como en la casa de su abuela. Luego, corrientes de aire. Las cortinas se movían aunque la ventana estuviera cerrada. Y las sombras. Deslizándose por las paredes, desentonando con la luz, como si alguien invisible acechara sin dejar rastro. La casa respiraba al ritmo de otro.

Isabel no decía nada. Solo se sentaba más a menudo junto a la ventana, con una taza fría entre las manos, viendo caer la nieve sobre el patio viejo donde antes jugaban los niños. Recordaba. A su padre enseñándole a montar en bicicleta, sujetando el sillín hasta que ella conseguía equilibrarse. A los inviernos de los noventa, junto a su marido, calentándose con una estufa cuando cortaban la luz durante semanas, riéndose mientras tostaban pan en la tapa caliente. La primera tele que compraron, discutiendo hasta tarde sobre qué canal poner hasta que se dormían abrazados.

Luego, las cosas empezaron a desaparecer. Pequeños objetos: un botón, un pañuelo, un antiguo broche. Después, más importantes: su bufanda favorita, las gafas, la agenda. Todo sin explicación, como si alguien invisible robara pedazos de su vida, con cuidado, pero sin pausa.

—¿Dónde te has escondido? —preguntó un día al vacío. Su voz resonó más fuerte de lo esperado, como si el eco se quedara suspendido en el aire.

Entonces, desde la cocina, llegó la respuesta: *Aquí*.

El sonido era suave, casi infantil. No daba miedo. No era hostil. Solo ajeno. Y por eso —era real.

No corrió hacia allí. Hizo té, esperó. Observó los remolinos en la taza, como si ocultaran respuestas. Luego se levantó, enderezó los hombros y entró en la cocina. La puerta crujió, como dudando con ella. Todo estaba en su sitio: la mesa con el hule, las cortinas, las ollas en la estantería. Pero algo había cambiado. El silencio no era vacío: latía, como si alguien contuviera la respiración. Una presencia cercana, casi tangible, pero cálida, como un roce leve.

—¿Quién eres? —preguntó con firmeza, sin miedo, como si supiera que no le harían daño.

No hubo respuesta. Solo un crujido en el suelo, como si alguien hubiera dado un paso y se hubiera detenido.

Al día siguiente, desapareció su cuaderno de recetas, lleno de teléfonos que ya no existían. Y esa misma tarde, al volver del balcón, encontró una postal en la mesa. Sin dirección, sin firma. Solo dos palabras, escritas con letra temblorosa: *Estoy aquí*.

Desde entonces, vivieron juntas. La otra, en las sombras, en los rincones, en el vaivén de las cortinas. Isabel, bajo la luz del día, entre el silbido del hervidor y el tintineo de las cucharas. No hablaban. Pero un día, abriendo el armario, encontró todas sus cosas perdidas. Ordenadas, limpias, como si alguien las hubiera guardado con esmero.

Entonces lo entendió: no era una extraña. Era ella. La que había olvidado, la que había enterrado cuando su marido murió, cuando su hija se fue, cuando los días se convirtieron en una monotonía gris. La que cantaba con la guitarra, bailaba junto a la radio, escribía versos en trozos de papel y los escondía en un cajón. La que se había ido desvaneciendo, con cada *”luego”*, con cada *”ahora no”*.

Isabel tomó la bufanda, se la envolvió en los hombros. Olía a menta y a tiempo. Salió al balcón. Encendió un cigarrillo —el primero en diez años—. El humo subía al cielo, llevándose el peso, la soledad, la contención ajena.

Abajo, la nieve caía. Suave, casi sin peso. Entre sus destellos brillaban las luces de la ciudad, como si el mundo le susurrara: *Te he estado esperando*.

*¿Dónde te habías escondido?* —pensó—. *Ahí estabas. Encontrada.*

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MagistrUm
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