Antes de que sea demasiado tarde

Hasta que no sea demasiado tarde

Álvaro Martín estaba sentado en un banco de la parada de bus, observando cómo los coches avanzaban lentamente por la carretera mojada. El viento frío de marzo se colaba bajo su chaqueta fina, pero él apenas lo notaba. Esperaba. ¿Qué? Ni él mismo lo sabía. Quizá una señal del destino, o tal vez una respuesta a la pregunta que le devoraba por dentro: «¿Y ahora qué?»

Su vida se había estancado, como un disco rayado. El trabajo de oficina le provocaba náuseas, en casa solo le recibía el silencio de su piso vacío, y los sueños que antes brillaban como fuegos artificiales ahora parecían opacos, como si fueran ajenos. Cada día era una copia del anterior, y cada mañana levantarse se volvía más doloroso.

Sacó el móvil y navegó sin pensar por las redes sociales. En el chat de su madre parpadeaba un mensaje: «¿Cómo estás, hijo? Hace días que no llamas». Álvaro no contestó. ¿Qué iba a decirle? ¿Que todo se iba al traste? ¿Que no entendía por qué malgastaba su vida en esa monotonía gris?

Llegó el autobús, pero Álvaro ni se movió. ¿Para qué subir si dentro solo sentía un vacío, como en una casa abandonada?

—Oye, tío, ¿me dices la hora?— Una voz ronca le sacó de sus pensamientos.

Alzó la vista. Delante de él había un chico de unos veinticinco años, con una chaqueta gastada y una mochila pesada a la espalda. Tenía el rostro cansado, pero en sus ojos brillaba algo vivo.

—Son las diez menos diez— respondió Álvaro, echando un vistazo al reloj.

—Gracias. Soy Javi— dijo el chico, tendiéndole la mano.

Álvaro la estrechó sin demasiado entusiasmo, sin dar su nombre.

—¿Qué haces aquí solo?— preguntó Javi, sentándose a su lado.

—Pensando.

—¿En qué?

Álvaro esbozó una sonrisa amarga:

—En cómo salir de esta maldita rutina.

Javi dejó la mochila en el suelo y lo miró con interés.

—Te entiendo. Yo también estuve ahí hace poco. ¿Y sabes qué descubrí?

—¿Qué?

—Que si no encuentras un sentido, lo creas tú mismo. Lo dejé todo: renuncié al trabajo, me eché la mochila al hombro y me fui. Hoy aquí, mañana en otro pueblo. Vivo como quiero.

—¿Y eso te sirvió?

Javi asintió, y en sus ojos relució una firmeza sincera:

—Ahora es mi vida, no días que tengo que aguantar.

Álvaro guardó silencio. Algo se encogió dentro de él, como si su corazón recordara cómo latir.

Habían hablado hasta la medianoche, sentados en aquel banco frío. Javi le contó cómo decidió dejar la oficina, cómo el miedo lo paralizó, pero el temor a vivir lleno de arrepentimientos fue aún peor.

—No quiero morirme preguntándome “¿y si…?”— dijo Javi—. Tú también puedes. Solo da el paso.

Álvaro lo miró, y en su pecho, por primera vez en años, brotó una esperanza frágil pero viva.

—Tal vez…— susurró.

Cuando se separaron, Álvaro caminó hacia casa con la mente revuelta, como un río embravecido. Entendió que, si no cambiaba su vida ahora, quedaría atrapado en ese vacío para siempre.

En casa, se dejó caer en la silla frente al ordenador y abrió una página de billetes de tren. A cualquier sitio. Solo para escapar. Su dedo se detuvo sobre el botón de «Comprar». El corazón le latía tan fuerte que parecía querer salírsele del pecho.

—Vamos— se dijo con voz ronca.

Y pulsó.

Al día siguiente, Álvaro viajaba en el tren, mirando por la ventana las luces que pasaban. Había elegido un pequeño pueblo costero— no demasiado lejos, pero lo bastante ajeno para respirar aire nuevo. En el bolsillo llevaba unos ahorros, lo justo para un tiempo. Sabía que sin trabajo no duraría mucho.

El primer día, alquiló una cama en un albergue. Paseó por calles estrechas, entró en cafeterías y tiendas, preguntando si necesitaban a alguien. Al atardecer, cansado pero no derrotado, encontró un anuncio: «Se busca ayudante en taller de reparación de barcas. No se requiere experiencia».

—¿Está buscando a alguien?— preguntó al dueño, un hombre con barba.

—Sí— lo miró de arriba abajo—. ¿Sabes hacer algo?

—No lo he intentado, pero aprendo rápido.

Al día siguiente, Álvaro empezó a trabajar. Al principio fue duro: las manos no le obedecían, las herramientas le resultaban extrañas. Pero cada día sentía que volvía a vivir. Por primera vez en años, despertaba sabiendo que lo que le esperaba no era solo otro día más, sino algo real.

Su vida no cambió de la noche a la mañana. Pero había dado el paso más importante: saltar al vacío. Y eso bastó para que el mundo empezara a mirarlo de otra manera.

Rate article
MagistrUm
Antes de que sea demasiado tarde