La puerta chirrió apenas tocó el timbre. En el umbral, una mujer mayor, de unos ochenta años, lo miró con ojos claros y burlones.
—Buenos días— dijo él con cortesía.
—Igualmente, joven— respondió ella—. ¿Y qué tal aparecer así, sin avisar? Ni siquiera pregunté “¿quién es?” ¿No me tiene miedo, abuelita?
—Ay, cariño, ya pasé por todo el miedo que podía— sonrió la anciana—. Ahora soy yo la que asusta. Pasa, ¿vienes de los servicios sociales o de dónde?
—Señora, vengo de una empresa que vende aparatos milagrosos. Lo conectas y el agua del grifo sabe como la de un manantial. Pura, sin químicos. Como antes, cuando se bebía directamente del arroyo.
—Mira tú, hasta el hombre del agua ha venido a verme— rio la vieja—. Eso sí que es interesante. Adelante.
El joven se limpió los zapatos exageradamente en el felpudo.
—¿Puedo dejarme los zapatos puestos?— preguntó, señalando la alfombra.
—Bah, déjalos. Mi hija luego limpia, ella es joven, no como yo, una vieja cascarrabias.
—Qué dice, usted está como un roble— murmuró él con una sonrisa falsa—. ¿Dónde está la cocina? Querría enseñarle el producto…
—Qué zalamero— resopló la abuela—. Hace siglos que no me miro al espejo, pero te creo. Vamos, te enseño.
Al entrar en la cocina, el chico escudriñó el lugar y de pronto preguntó:
—¿Por qué no veo su reflejo? ¿Es usted un vampiro o algo así?
—No, no— se rio la anciana—. Es que mi hija colgó los espejos muy altos, y yo soy bajita. Ni aunque salte llego.
Empezó a instalar el filtro, ajustando tornillos, mostrando el agua turbia antes y cristalina después. La abuela asentía, escuchando con atención.
—Lo compro— anunció de pronto—. Pero primero toma un té conmigo. No me gusta beber sola. Cinco minutos, nada más. Es un té especial, de hierbas.
Rápidamente puso agua a hervir y preparó una infusión aromática. La habitación se llenó del olor fresco de menta y tilo.
—¿Tienes familia?— preguntó sin más—. ¿Hijos?
—No, estoy solo.
—Bien hecho. Tiempo tendrás. ¿Qué tal el té?
—Es increíble, abuela. ¿Dónde lo consigue?
—Yo no lo consigo. Me lo traen las hadas en mi cumpleaños.
Él rio, pensando que bromeaba. Pero pronto su sonrisa se desvaneció.
—Dime, muchacho— susurró la anciana—, ¿de verdad vas por las casas por el agua? No te creo.
De pronto, como si algo lo obligara, habló sin poder evitarlo:
—No, claro que no. Compro filtros baratos en la tienda y los vendo veinte veces más caros. A veces le echo algo al agua para que sepa bien. La gente cae, y a mí me conviene.
—Ya lo ves— asintió ella con calma—. Te advertí: mi té es mágico. Quien lo bebe no puede mentir. Las hadas, dijiste. Sí. Ellas preparan esta mezcla. Por mentir, serás castigado.
Quiso protestar, pero ya no pudo: su cuerpo se deshizo en una fina neblina que cayó lentamente en un barreño de cobre, colocado hábilmente por la abuela.
—Querías ser el hombre del agua, pues ahora lo serás. El del río lleva tiempo pidiendo ayuda. Diez años de servicio junto al agua, y luego veremos.
Tomó el barreño y vació su contenido en el fregadero.
—Ah, y lo del espejo… Tengo trescientos años. Los espejos están altos para que la gente no se asuste.
Se rio para sus adentros.
—El primero vino a cambiar el contador… ahora dirige los rayos en las tormentas. El aire es su elemento. El tuyo, el agua. Ya os conoceréis. En la próxima lluvia.
La anciana pasó frente al espejo, pero nada se reflejó. Sólo una sombra se deslizó por el suelo antes de perderse en el silencio de la vieja casa.