Me elegí a mí misma. ¿Y tú? Apostaste por calcetines ajenos.

Lucía y Álvaro estaban en la boda de su mejor amiga. La celebración llegaba a su fin cuando el presentador anunció que la novia lanzaría el ramo. Lucía no pensaba participar, pero de pronto vio las flores volando hacia ella. Sin pensarlo, alzó las manos y el ramo cayó en sus palmas. Los invitados aplaudieron, mientras Álvaro se llevaba las manos a la cabeza teatralmente. Era lo habitual: los hombres solían exagerar cuando sus novias atrapaban “el” ramo.

Lucía regresaba a su mesa cuando escuchó una conversación tras una puerta entreabierta. Reconoció la voz de Álvaro.

—¡Ahora sí que te toca! —se reía alguien—. Con el ramo en las manos, Lucía ya tiene el ayuntamiento en la cabeza.

—Si se encariña, se desencariña —respondió Álvaro con sorna—. No pienso casarme en cinco años, como mínimo. Ya me cuida bastante.

—¿Apuestas a que en seis meses serás tú quien la lleve al altar? Si no, ella encontrará a alguien con más futuro. Y tú te quedarás con tus cacerolas y calcetines sucios.

—¡Te lo digo en serio! Llevamos un año viviendo juntos y no se irá. Seguirá cocinando cocido y lavando mi ropa.

Lucía se quedó helada. No montó un escándalo; no quería arruinarle el día a su amiga. Cogió su abrigo, tiró el ramo a la basura en la entrada y llamó un taxi.

Ella y Álvaro compartían piso en Madrid, dividiendo gastos: alquiler, facturas, comida. Él intentó dejarle todo el trabajo doméstico, pero ella dejó claro que si ella era la dueña de casa, él sería el patrocinador. No le gustó. Y Álvaro, a regañadientes, empezó a fregar y a limpiar.

Eso sí, ante sus amigos fingía ser un “macho” cuya mujer estaba encantada de recogerle los calcetines.

De vuelta en el piso, Lucía sacó las maletas en silencio. Como guardaba la mayoría de sus cosas en casa de sus padres, tardó media hora en recoger. En la cocina, vació el cubo de basura, tiró todo lo del frigorífico y lo empapó con salmorejo. Pensó en remojar sus camisetas, pero al final no lo hizo.

Y se fue.

Una semana después, todo cambió. Le ofrecieron un traslado a la sede central —un avance real en su carrera— y… el test mostró dos rayas. Embarazada.

Tenía que decidir rápido: carrera o maternidad. El médico confirmó que era temprano, que tenía tiempo. Lucía eligió su carrera. Soportó el procedimiento, firmó el traslado, se tomó unos días y se fue a dormir. Solo a dormir. Sin calcetines ajenos.

Su amiga Ana, recién llegada de la luna de miel, fue a visitarla:

—¡Pero si erais la pareja perfecta! Pensé que ya estarías eligiendo anillo.

—Lo dejé. No es mi persona. Lo de “perfectos” solo se veía desde fuera. Y además… —dudó, pero terminó contándolo todo. El embarazo, la decisión.

Ana asintió. Prometió guardar el secreto. Pero, como suele pasar, se lo dijo a su marido. Y él, a Álvaro.

Él fue a casa de los padres de Lucía:

—¿Cómo pudiste? ¡Ese bebé también era mío!

—¿Y tú quién eres para mí? ¿Mi marido? Solo estuvimos juntos en tu sofá y en tu cabeza.

—¡Te habría ayudado! ¡Con dinero, con el niño!

—¿Y tú me preguntaste si quería depender de tu limosna? ¿Si quería ser madre soltera? Elegí mi vida. Eres demasiado pequeño para ser padre.

—¿Por qué tiraste basura en el frigorífico?

—Bueno, lo siento, estaba de humor. Hasta nunca, Álvaro.

Él la miró marcharse. En dos días tendría que pagar la cena de todo el grupo —una apuesta es una apuesta.

Y sí. La gente cava su propia tumba con la lengua.

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Me elegí a mí misma. ¿Y tú? Apostaste por calcetines ajenos.