**Libertad Pesada**
—Isabel, ¿no has visto la carpeta azul con los documentos? ¡La dejé en la mesita del salón! —La voz de Javier temblaba de angustia. Había buscado por toda la casa en aquel tranquilo barrio de las afueras de Barcelona, pero la carpeta parecía haberse esfumado.
—Ah, sí, había una carpeta —respondió Isabel con indiferencia—. Algo vieja, manchada… la tiré.
Javier se quedó paralizado, como si le hubieran dado un golpe. En esa carpeta estaba el informe en el que había trabajado dos semanas. Mañana era el último día para entregárselo a su jefe. Podía rehacerlo, pero ¿y las firmas? ¿Cómo las conseguiría a las diez de la noche?
—¡¿Cómo pudiste hacer eso?! —le espetó Javier, conteniendo la rabia—. ¡Era el informe más importante del mes! ¡La carpeta estaba casi nueva, solo tenía un par de arañazos! ¿No te das cuenta de que podrían despedirme?
—¡No dejes tus cosas tiradas! —refunfuñó su suegra, apartando la taza de café a medio terminar—. ¡Vaya hombre de negocios! Si tanto te importaba, la habrías guardado en tu habitación.
—¡Estaba en la mesita, no en el suelo! —Javier sentía la sangre subirle a las sienes.
No era la primera vez que Isabel tiraba algo suyo. Una camisa “demasiado vieja”, un cuaderno usado… Pero hoy había cruzado el límite.
—Esta es mi casa, y aquí mando yo —declaró su suegra, levantando la barbilla con orgullo—. Si no te gusta, nadie te obliga a quedarte.
Javier apretó los puños, contando mentalmente hasta diez. La calma no llegaba. Su casa… Sí, el piso era de Isabel. Ella había insistido en que Javier y su hija, Sofía, vivieran con ella. “¿Para qué gastar dinero en alquiler si aquí hay espacio de sobra?”, repetía.
Al principio parecía razonable. Javier ascendía rápido en su trabajo, pasando allí de sol a sol. Sofía estaba embarazada, con un embarazo difícil que apenas le permitía levantarse de la cama. Cocinar, limpiar… Ni hablar. Isabel ofreció ayuda, y ellos aceptaron agradecidos.
Pero cuando nació su hijo, Adrián, Javier habló de mudarse. Aunque fuera de alquiler, un hogar propio, con sus propias normas. Sofía se negó: “¿Para qué? Mamá lo hace todo, cuida de Adrián, ¡yo descanso!”. Le encantaba una vida en la que por la mañana iba de compras, por la tarde al peluquero y por la noche jugaba un rato con su hijo. Ser ama de casa no le llamaba.
Javier cedió, pero no pensaba aguantar para siempre. En secreto, había invertido sus ahorros en construir una casa en las afueras. Sofía no sabía nada—preveía sus protestas, sus excusas para no dejar el nido de su madre. Su vida era como un cuento de heredera mimada, y mudarse significaría limpieza, cocina y responsabilidad.
Pensando en eso, Javier se puso la chaqueta y bajó a los contenedores. Sabía que la basura aún no la habían recogido. El bolso debía estar arriba—lo habían tirado hace poco.
La suerte estuvo de su lado: encontró la carpeta, los documentos intactos, ni siquiera arrugados. Aliviado, Javier volvió a casa y lanzó a Isabel una mirada gélida. Era hora de hablar con Sofía.
—Para mañana, empaca nuestras cosas. Nos mudamos —dijo Javier, dejándose caer en el sillón—. No soporto más los caprichos de tu madre. ¿Por qué, siendo un hombre adulto, tengo que aguantar sus críticas? ¡Solo se afirma humillándome!
—¿Mudarnos? ¿Adónde? —preguntó Sofía, alarmada—. ¿Qué te pasa aquí? ¡Vivimos cómodos! Y no insultes a mamá, ¡hace mucho por nosotros!
—Acepté vivir aquí solo porque necesitabas ayuda —cortó Javier—. Ahora estás bien y puedes ser dueña de tu hogar.
—¡Mamá ayuda con Adrián! Es muy inquieto, ¡tú lo sabes!
—¿Ayuda? —Javier arqueó una ceja con sarcasmo—. ¡Ella lo cría por completo! Y lo aleja de mí. La he oído decirle que su papá es malo.
—Adrián no tiene ni un año, ¿qué va a entender? —Sofía puso los ojos en blanco—. Exageras.
—¡Te quedas corta! —estalló Javier—. ¿Crees que una hora antes de dormir es ser madre? Isabel ni siquiera me deja jugar con él—siempre lo lleva a cambiarle o a comer.
—¡Como si tú quisieras cuidarlo! —replicó Sofía—. Te vas y duerme, vuelves y duerme.
—Desde el mes que viene todo cambiará —dijo firme Javier—. Tengo un nuevo puesto con horario fijo, sin horas extras. Pero la oficina está lejos.
—¡No es razón para mudarnos! ¡Tienes coche! —protestó Sofía—. ¿Adónde quieres ir? ¿A un piso de alquiler?
—Tenemos casa propia —respondió Javier con calma.
—¿Qué casa? —Sofía casi se ahogó del susto.
—Grande, espaciosa, en una zona verde. La construcción terminó hace dos semanas, y ayer compré los muebles.
—¡No quiero una casa! —chilló Sofía—. ¡No me voy!
—O esto, o divorcio —cortó Javier.
—¡No te divorciarás! Adrián es pequeño, ¡la ley está de mi parte! —Sofía tiró el móvil al sofá, algo insólito en ella.
—Como quieras —asintió Javier—. Pero no me quedaré aquí con tu madre. Iré a mi casa, seré dueño de mi vida. Comeré lo que quiera, dejaré las cosas donde quiera, sin miedo a que acaben en la basura. Tú piensa cómo vivirás. La pensión de tu madre no da para mucho. Daré la manutención, pero será menos de lo que gastas. Decide, cariño.
Al final, Sofía cedió. Se mudaron. Pero la nueva vida fue un infierno para ella: limpieza, cocina, cuidado del niño… Nada de salones ni amigas. Javier ayudaba, pero el tiempo nunca alcanzaba.
Al mes, Sofía huyó con Adrián a casa de su madre. Dolida, decidió vengarse: pidió el divorcio y la mitad de la casa, segura de ganar. Imaginaba vender su parte a una familia numerosa por poco dinero, forzando a Javier a comprarla. Pero él no tenía fondos—todo estaba en la construcción.
Su plan era simple: Javier no soportaría compartir la casa con extraños y volvería a ella, al piso de Isabel. Allí decidirían si lo perdonaban.
Pero el plan fracasó. La casa estaba a nombre de los padres de Javier. Sofía no tenía derecho. Solo obtuvo una modesta manutención, como él advirtió. Isabel también estalló: sin su yerno, ya no tenía a quién humillar. Sofía lloraba por todo, y Adrián era muy chico.
A los seis meses, Javier propuso reconciliarse por el niño. Sofía aceptó. Se convirtió en una madre y ama de casa ejemplar, y con el tiempo, hasta le gustó. Los días despreocupados bajo el ala de su madre quedaron atrás. La nueva vida, aunque dura, le trajo una felicidad inesperada.
*A veces, la libertad duele al principio, pero al final, el peso de ser dueño de tu vida vale más que todas las comodidades.*