Herencia de sangre ajena

**La Herencia de Sangre Ajena**

Carmen regresó del trabajo. El apartamento vacío la recibió con un silencio que resonaba en cada paso, en cada suspiro. No se acostumbraba—en los últimos dos meses, la soledad se había convertido en una segunda piel. Su marido ya no estaba. Alejandro, su amor, su vida, había muerto en un terrible accidente. Y todo lo construido durante años se había derrumbado en un instante.

Llevaban diecisiete años juntos. Felices, luminosos, reales. Después de un primer matrimonio fracasado, tras el dolor y la huida de los golpes etílicos, fue Alejandro quien le devolvió la fe en el bien y en el amor. No solo la aceptó a ella y a sus dos hijos—les dio un hogar, cuidado y verdadero calor.

Por entonces, él vivía en las afueras de Madrid, en una casa pequeña con su abuela, la mujer que lo crió en lugar de sus padres. La anciana estaba enferma, apenas podía moverse. Y Alejandro viajaba constantemente por trabajo. Fue así que publicó un anuncio buscando ayuda para ella. Carmen respondió. Cansada, con sus hijos en brazos, sin techo. Una amiga las había acogido unos días, pero después… Dios diría.

—No puedo pagar mucho—dijo él entonces, mirándola a los ojos con honestidad.

—No me importa el dinero. Solo necesito trabajo y un lugar donde quedarme—respondió ella.

Alejandro meditó unos segundos antes de decir:

—Quédate con nosotros por ahora. Me voy en unos días, y a la abuela le vendrá bien compañía.

Así se quedó. A los tres meses, ya vivían como una familia. El amor no llegó de inmediato, pero cuando lo hizo, fue para siempre. Alejandro se convirtió en un padre verdadero para sus hijos. Los años pasaron. Los niños crecieron, se marcharon. Y Carmen y Alejandro seguían juntos, inseparables.

—La semana que viene cumplimos quince años desde que llegaste a mi vida—dijo él una tarde, abrazándola.

—No me lo recuerdes—rió Carmen—. Para mí siempre fuiste mi marido, con o sin papel. El amor de mi vida.

—Pues vamos al registro. Que todo sea como debe ser.

Se casaron sin pompa, sin vestido blanco ni banquete. Firmaron y salieron a la calle, riendo, cogidos del brazo. Eran felices. Y tenían sueños.

Tras la muerte de la abuela, se les ocurrió una idea: abrir una residencia para ancianos. Una casa abandonada cerca de Toledo, préstamos, subvenciones, sus ahorros—lo invirtieron todo. El proyecto estaría listo a finales de año. Pero el accidente lo cambió todo.

Ahora, todo recaía sobre Carmen. Y estaba dispuesta a luchar—por su sueño compartido.

En la notaría le preguntaron:

—¿No hay otros herederos de primer orden?

—No—respondió con firmeza—. No tuvo hijos propios, y no adoptó a los míos. La abuela murió hace cinco años.

—¿Y sus padres?

Carmen encogió los hombros.

—A su madre le quitaron la custodia hace mucho, y su padre… Alejandro decía que aparecía de vez en cuando en su infancia. Yo nunca lo conocí.

No le dio importancia a esa conversación. ¿Quién podría encontrar a alguien así después de tantos años?

Hasta que un día, un portazo resonó en la puerta.

—¡Sabemos que estás dentro!—rugió una voz ronca—. ¡Abre!

Carmen se quedó inmóvil. Se asomó por la mirilla. Afuera, un hombre y una mujer, desaliñados, con rostros hinchados.

—¡Este es el piso de mi hijo!—gritó el hombre—. ¡La mitad es mía!

—¿Quiénes son ustedes?—chilló Carmen, agarrando el spray de pimienta con dedos temblorosos.

—Soy Joaquín Martínez, el padre de Alejandro. Y esta es Lola. Vinimos a hablar de la herencia.

—¿Qué herencia?—preguntó, sin aire.

—La de nuestro Ale—dijo la mujer, fingiendo tristeza.

Intentaron entrar. Carmen bloqueó el paso.

—¡No tienen derecho!—gritó.

Un vecino salió del ascensor. Aprovechó el momento para cerrar la puerta. Tras ella, insultos, golpes, gritos. El vecino llamó a la policía. Los inesperados parientes se fueron. Pero días después, la notaría recibió una demanda—Joaquín reclamaba su parte.

—¡Es injusto!—Carmen apenas contenía las lágrimas—. ¡Nunca estuvo en la vida de su hijo! ¡Ni un día, ni un euro! ¡Lo abandonó! Yo luché, construí, viví…

—Lo entiendo—dijo la secretaria del notario con tacto—. Pero la ley es clara. Consulte a un abogado. Es su única opción.

Y Carmen comenzó su batalla.

Recopiló documentos, buscó testigos, recorrió el barrio preguntando por la infancia de Alejandro. Encontró registros de impago de pensiones. Una amiga de la abuela recordó cuando Joaquín llegó borracho, rompió una ventana y golpeó al niño. Aquella vez llamaron a la policía—Carmen hasta encontró el informe en los archivos. La abuela había iniciado los trámites para desheredarlo—los papeles estaban entre viejas fotos.

El juicio fue largo. Pero el destino, como escuchando sus plegarias, intervino—Joaquín murió de cirrosis. Lola desapareció. Y solo quedó Carmen. La única que realmente estuvo allí para Alejandro.

A finales de año, como soñaron, la residencia abrió sus puertas. En la fachada, una placa de bronce: *Hogar de Cuidados Alejandro Molina*.

Carmen se quedó frente a la entrada, observando a una anciana de cabello blanco sonreía desde una ventana. Y supo: Alejandro estaría orgulloso. Ella lo había logrado. Por los dos.

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