Una Capa Misteriosa

—Bueno, me voy… Lucía.

—Vete.

—Me marcho, ¿me oyes, Lucía?

—Vete, Javier, vete.

Solo cuando la puerta se cerró tras Javier, Lucía dejó escapar las lágrimas. Sentada en el sillón antiguo que heredó de su abuela, con las piernas recogidas, lloró en silencio, como cuando era niña y temía que alguien la escuchase. Lloró hasta que empezó a hipar, como una niña pequeña.

¿Cómo seguir adelante sin Javier? ¿Sin el hombre con quien había compartido todos esos años?

Se levantó para preparar la cena, pero se detuvo. ¿Para qué? Javier ya no estaba. ¿Qué sentido tenía? Se dejó caer de nuevo en el sillón, y las lágrimas brotaron de nuevo.

Entonces recordó a los niños. Pronto llegaría su hija Sofía, estudiante universitaria, hambrienta después de las clases. Luego vendría su hijo Álvaro, que se quedaría más tarde entrenando. Ellos sí tenían hambre, había que darles de comer. Lucía se obligó a levantarse, se secó las lágrimas y fue a la cocina.

Al recordar los años con Javier, volvió a sollozar. ¿Cómo? ¿Cómo vivir sin él?

Por la noche, los niños entraron en casa como siempre, empujándose y bromeando entre ellos. Pero pronto notaron la ausencia de su padre.

—Mamá, ¿dónde está papá? ¿De viaje? —preguntó Sofía.

—Sí, ¿dónde está? —añadió Álvaro.

Lucía no pudo contenerse. Las lágrimas reaparecieron, se sentó en una silla y lloró desconsoladamente.

—Mamá, ¿qué pasa? ¿Está en el hospital? —se alarmó Sofía.

—No… se ha ido… —logró decir Lucía—. Para siempre… con otra mujer.

—¿Qué? —exclamaron los dos al unísono—. ¿Es una broma?

Pero no lo era.

A Álvaro le tembló el labio. Aunque fuera deportista, con trece años seguía siendo un niño. Miró a su madre y a su hermana, desconcertado, a punto de llorar.

—Vale —dijo Sofía, pasándose la mano por la frente con determinación—. Álvaro, ve al baño, lávate y haz los deberes. Mamá, basta de llorar. Hay que pensar qué hacer.

Sofía era resolutiva, rápida, práctica. Álvaro, sin protestar, obedeció.

Más tarde, Sofía entró en la habitación de su hermano.

—¿Estás llorando?

Álvaro negó con la cabeza sin levantar la vista.

Ella lo abrazó y le despeinó el pelo.

—Saldremos adelante, Álvarito. ¿Me oyes? Somos una familia, y él está solo. Lo tiene peor.

—¿Y tengo que sentir lástima por él? —gritó Álvaro entre lágrimas.

—¿Lástima? Buena idea. Seremos felices, los más felices. Y él entenderá el error que cometió.

Después de calmar a su hermano y a su madre, Sofía se encerró en el baño y, por fin, dejó caer las lágrimas. ¿Cómo? ¿Cómo su padre, el mejor padre del mundo, pudo hacer eso? No era un gran galán, solo un hombre corriente con unos kilos de más, que su madre había engordado con sus empanadas. Su sentido del humor era normal, solo ella se reía de sus chistes. Conducía un coche viejo que arreglaba él mismo. Trabajaba como jefe de un pequeño departamento en una fábrica, con un sueldo modesto.

Pero en su familia siempre había estado todo bien. Sofía presumía ante sus amigas de que su padre era el único que se mantenía fiel a su mujer. Y al final, no era cierto…

Las lágrimas corrieron, y Sofía las limpió con agua fría.

La vida siguió, tranquila, pero sin su padre. La palabra “papá” desapareció de su vocabulario. Ahora decían “él” o “el padre”, y cada vez menos.

Un día, Sofía escuchó detrás de ella:

—Sofí, Sofía, ¡espera!

Se giró. Corriendo tras ella, sofocado, iba su padre, ridículo en un traje demasiado ajustado y una corbata que parecía estrangularlo.

Sofía apartó la mirada y aceleró el paso.

—Hijita, ¡para! —suplicó él.

—¿Qué quieres? —le espetó fríamente.

—Toma, dinero… —Javier le tendió un fajo de billetes—. Hay mucho. Ven a vernos, Sofía. Lorena, es buena, vende abrigos de piel. Te escogeremos uno. Y a tu madre le regalaremos uno de visón para su cumpleaños. ¡Lorena me lo permite! Pronto volaremos a Italia, a por más abrigos…

—Que te den… morcilla —cortó Sofía.

—¿Por qué morcilla, hija?

—Por los abrigos. No te digo otra cosa porque la educación no me lo permite… papá.

Javier se quedó helado, como si le hubieran tirado un cubo de agua fría. Sabía que en casa faltaba dinero. Vivían con lo justo, y encima él… se había liado con Lorena.

Todo empezó con un compañero, Raúl. Lo invitó a casa de una amiga suya, y allí estaba Lorena. Al principio no le gustó: demasiado llamativa, vulgar, grande como una osa. Lo miraba como si quisiera devorarlo. Javier estuvo un rato y se fue a casa.

Esa noche mintió a Lucía por primera vez, diciendo que se había quedado trabajando. El corazón le latía fuerte, la vergüenza lo ahogaba. Lucía pensó que estaba enfermo, pero solo era la culpa, que le subió la fiebre.

Luego Raúl lo convenció de nuevo: “¡Solo media hora!”. Y otra vez Lorena.

—¿Qué pasa, Javi? Ella trae abrigos de Italia, ¡tiene dos tiendas en el mercadillo! Le comprará uno a Lucía, ¡el que quieras!

—¿Para qué quiero eso? Tengo a Lucía.

—¡Venga ya! Se aburre sola. ¿Qué pierdes? ¿Un abrigo de visón para Lucía?

—Sí…

Y fue. Y luego otra vez, y otra. Todo por ese maldito abrigo. No supo cómo acabó en la cama con Lorena. Lloró camino a casa, asqueado y avergonzado ante Lucía. Hasta que ella se enteró… y no lo perdonó. Le dijo que se fuera.

Lorena estaba encantada.

Esa noche, Sofía estaba más negra que un nublado.

—Sofí, ¿ha ido a verte? —preguntó Álvaro, murmurando.

—¿Y a ti?

Su hermano asintió.

—Le dije que no se acercara. Lo odio, es un traidor.

Sofía asintió.

Javier estaba desolado.

—¿Qué te pasa, Javi? —preguntó Lorena.

—Los niños no quieren hablar conmigo. Lucía tampoco… Les ofrecí dinero, pero son… orgullosos. Sé que lo pasan mal…

—Bueno, ella te echó —se encogió de hombros Lorena.

—Sí… pero ¿cómo se enteró? Lo hicimos todo en secreto…

Lorena se levantó de la lujosa cama, de esas que Javier nunca había visto en su vida, y dejó la copa de champán en la mesita. Bebía champán a menudo, con fresas, y obligaba a Javier a hacerlo, aunque él lo detestaba y era alérgico a las fresas.

—Se lo dije yo —soltó Lorena, indiferente.

—¿Qué?

—Pues eso. No me creyó, pero le describí tu lunar y… que llorabas cuando… bueno, de la emoción.

—¿Tú? ¿Por qué, Lorena? ¡—¿Cómo? No fui yo, Javier, no recuerdo haberle dicho nada —mintió Lorena, desviando la mirada.

Rate article
MagistrUm
Una Capa Misteriosa