Arrepentimiento Tardío

**Arrepentimiento Tardío**

Ángela nunca soñó con tener un segundo hijo. Con Arturo ya tenían un niño de siete años, y volver a las noches sin dormir, los pañales y el llanto infantil no le apetecía lo más mínimo. Además, su carrera por fin despegaba. Acababa de salir del túnel de la maternidad cuando, de repente, un nuevo embarazo. Pero Arturo, como por fastidio, siempre había deseado una niña, y ahora que sucedió, dar marcha atrás ya parecía imposible.

La pequeña nació bellísima: rostro delicado, naricita diminuta, labios rosados y, sobre todo, unos ojos azules profundos, como los de un cielo estival. Mirarlos era motivo para sonreír, pero todo cambió cuando los médicos revelaron que la recién nacida padecía una grave cardiopatía congénita. Necesitaría tratamiento continuo, tal vez una operación de riesgo, controles constantes. Su vida daría un vuelco.

Ángela escuchó la noticia y sintió su mundo derrumbarse. ¿Dónde quedarían los cócteles de empresa, los viajes al extranjero, los gimnasios exclusivos, las fiestas hasta el amanecer y las escapadas a la playa con las amigas? No estaba dispuesta a renunciar a todo eso. No a los veintiocho. Arturo la escuchó y… accedió demasiado rápido a sus razones. Decidieron renunciar a la niña. A familiares y conocidos les contaron que la pequeña había fallecido al nacer.

María Teresa llevaba veinticinco años trabajando como auxiliar en un orfanato. Podría haberse acostumbrado, pero cada niño abandonado le dolía como la primera vez. Con esa bebé de ojos claros y mirada inocente, el dolor fue aún más hondo.

La niña se encariñó enseguida con María Teresa: la buscaba, reía al verla, le acariciaba la cara con sus manitas diminutas. Ella empezó a preguntarse: “Mis hijos ya son mayores, viven su vida. Kike y yo estamos solos. Tenemos salud, nuestra huerta, las gallinas, la vaca. Pueblo tranquilo, aire limpio. ¿Por qué no?”

Se lo comentó a su marido. Él, en silencio, fue al orfanato, miró a la niña y, parpadeando rápido, dijo:

—Tú decides, María. Si puedes con el tratamiento, yo te apoyo. El dinero ya se buscará.

—¡Podré, Kike, podré! —apretó su mano.

—La llamaremos Esperanza. Para que tenga fuerza para luchar. El destino mismo le ha dado nombre —añadió Enrique antes de salir.

Así encontró la pequeña una familia de verdad. Fueron años duros: hospitales, pruebas, rehabilitación, sanatorios. María Teresa velaba noches enteras, leía libros de medicina, consultaba a doctores. Enrique trabajaba sin descanso, adelgazó, encaneció, pero cuando Esperanza corría a abrazarlo, florecía como un jardín en primavera.

Esperanza creció siendo una niña bondadosa y luminosa. Todos, desde los ancianos hasta los más pequeños, hablaban con ella. Una tarde, con apenas cinco años, llevaba dos mazorcas de maíz a la abuela Pilar, caminando orgullosa por delante.

—¿Verdad que ahora está mejor?

—Claro que sí, Esperancita, eres nuestro rayito de sol —respondió la anciana, sonriendo.

Cuando llegó el día de la operación, todo el pueblo rezó. Fue un éxito. La niña sobrevivió. Su corazón y su alma quedaron a salvo.

Pasaron los años. Esperanza terminó el instituto con matrícula y entró en la facultad de Medicina. Una tarde de abril, paseaba por un parque en flor. Los pájaros cantaban, la tierra despertaba. Soñaba con volver a casa en las vacaciones, ayudar a su madre en la huerta y tomar su infusión favorita en el porche al atardecer.

De pronto, algo blando chocó contra su pierna: un conejo de peluche. En un banco cercano, un niño y una mujer elegante y bien cuidada observaban la escena.

—¿Por qué tiraste el conejo? —preguntó Esperanza.

—¡Porque está enfermo y se va a morir! —gritó el niño con rabia.

Ella quedó desconcertada. La mujer suspiró:

—Perdone… Tiene una cardiopatía. Sus padres no lo quieren, así que vive conmigo. Es mi nieto…

Esperanza la miró. Impecable, hermosa, pero sus ojos… vacíos, apagados. Para consolarla, le contó su historia. Que ella también nació con el corazón enfermo. Que la adoptaron. Que su madre y su padre la sacaron adelante.

Entonces, la mujer palideció. Era Ángela.

No podía apartar la mirada. Ante ella estaba su hija. Aquella misma. Los ojos azules, los rasgos familiares que le recordaban a Arturo. El corazón le latía a toda prisa, la respiración se descontroló.

—No puede ser… —murmuró.

—¡Todo es posible! —respondió Esperanza con fe—. Lo importante es querer, creer y luchar. Mis padres me curaron. ¡Usted también puede! ¡Mucha suerte!

Y siguió su camino, dejando atrás a una mujer hecha añicos.

Ángela se quedó en el banco, derrumbada, como una sombra vieja. Temblaba al comprenderlo. Era su hija. La que abandonó. Por la carrera, las fiestas, la libertad. Pero esa libertad nunca llegó. Arturo se fue con otra, su hijo se volvió rebelde, bebida, peleas, una vida vacía. La nuera huyó, dejándole un nieto enfermo a su cargo.

Ahora, Ángela deseaba correr tras ella, gritar: “¡Soy tu madre!”, pero no se atrevió. No tenía derecho. La abandonó entonces. Y perdió cualquier posibilidad de volver.

Mientras, Esperanza seguía por el paseo, mirando al cielo y sonriendo. No sabía que acababa de salvar otro corazón.

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