María se estremeció al escuchar el grito abrupto:
—¡Eh, miserable! —Víctor levantó una pesada bolsa sobre el cachorro y luego se abalanzó sobre ella—. ¿Te has vuelto loca? ¿Alimentar perros callejeros con mi comida?
En uno de esos días primaverales, María sintió de pronto un profundo anhelo de amor.
Se detuvo frente al espejo, contemplando su reflejo con melancolía. «Cómo pasa el tiempo —suspiró—. Parece que ayer era joven, fresca como una margarita, y ahora… bueno, más bien un crisantemo maduro. Hermosa, pero con el aroma del otoño. Pronto llegará el invierno, y luego… ¡Es hora de tomar las riendas de mi vida!».
Treinta y siete años: la edad en que la sabiduría ya se ha acumulado y la belleza aún no se ha desvanecido. ¡El momento perfecto para decisiones audaces! Pero, ¿dónde buscar ese amor? En el trabajo solo había mujeres, los encuentros casuales en la calle no eran lo suyo, y internet le inspiraba desconfianza.
Pero dicen que quien busca, encuentra.
Y la suerte le sonrió: en el departamento de recursos humanos llegó un nuevo empleado, Antonio Martínez. Alto, con algo de peso, sonrisa afable y gafas serias. Aproximadamente de su edad. María notó al instante su temperamento tranquilo y su seguridad discreta.
La competencia, claro, era feroz. Solo Sofía, la joven asistente, ya era un desafío: esbelta como un corzo, con piernas largas, labios carnosos y pestañas que parecían capaces de desatar un huracán con solo un aleteo.
María, al principio, se desanimó. ¿Cómo podría ella, discreta y hogareña, competir con semejante belleza? Seguro que Antonio, sin siquiera mirarla, caería rendido a los pies de Sofía, deslumbrado por su juventud y descaro.
Pero se equivocó. Sofía revoloteaba alrededor de Antonio como un pavo real, mostrando escotes y piernas, pero él permanecía imperturbable:
—Sofía, ¿necesitas algo? En un momento te ayudo.
Y la miraba fijamente a los ojos, ignorando sus artimañas.
En cambio, cuando María llevó una tarta de manzana casera al trabajo, Antonio se iluminó:
—¡María, eres una hechicera! Mi abuela hacía una tarta igual. ¡Me has devuelto a la infancia!
El cumplido era extraño. María no quería que un hombre adulto la asociara con su abuela. Necesitaba un compañero, no un niño nostálgico. Pero, reflexionando, decidió que era un buen comienzo. Mejor eso que nada.
Además, comprendió algo: Antonio era débil ante la comida casera. Y ella cocinaba con pasión, aunque a veces lo lamentaba— antes usaba talla 38, y ahora la 42 se ajustaba sin problemas. Así que empezó a llevar sus platos a la oficina: alegría para los compañeros y menos tentaciones para ella.
Fue así, entre empanadas y cocidos, como María encontró el camino al corazón de Antonio. Simple, trillado, pero eficaz— a través del estómago. Pronto, su relación floreció: flores, halagos, largas conversaciones.
—Es increíble, Antonio —confesó ella un día—. Justo cuando soñaba con amor, apareciste. Tan… auténtico. Y yo, lo admito, creí que no tenía oportunidad. Sobre todo con Sofía, que bailaba delante de ti.
—¿Sofía? —se sorprendió él—. Por favor, ¿de qué hablas? Mujeres como ella hay millones: pestañas postizas, uñas largas, siempre mostrando las piernas. Creen que los hombres caemos rendidos. No, gracias, no es para mí. Una mujer debe ser genuina: amable, hogareña, hacendosa. Como tú, María.
«¡Este es mi felicidad! —pensó ella, emocionada—. Tal vez tardó en llegar, ¡pero me encontró!».
Parecía que Antonio no tenía defectos. Pero, ay, nadie es perfecto…
Su romance duró seis meses, y todo apuntaba hacia la boda. Quizás se habría celebrado de no ser por aquella fría tarde de noviembre.
El clima estaba sacudido: lluvia, aguanieve, vientos cambiantes. María y Antonio, cogidos del brazo, apuraban el paso bajo un paraguas.
—¡Mira, un gatito! —exclamó María, deteniéndose.
Bajo una farola, tiritando, había un pequeño gato negro. Mojado, sucio, desvalido.
—Déjalo, María, ¡vamos! Tengo frío y hambre —Antonio tiró de su manga.
—Un momento —ella se agachó—. Ven aquí, pequeño.
—¿En serio? —gruñó él—. ¡Tu futuro esposo está helado, y tú pierdes el tiempo con gatos callejeros!
—Nos lo llevamos —afirmó ella, envolviendo al gato en su abrigo—. No protestes, Antonio, él lo pasa peor que nosotros.
—Loca de los gatos —masculló él, caminando ahead.
María lo siguió con el gatito en brazos.
—No temas, es buena gente, solo gruñe —susurró al animal.
Pero en casa, la amabilidad de Antonio se esfumó.
—Dale de comer y échalo a la calle —ordenó.
—¿Qué? ¿Echarlo? ¡Está nevando! ¡Es solo un bebé! —se indignó ella.
—María, no seas tonta. Hay miles como él. ¿Vas a recogerlos a todos? Ya hiciste tu buena acción. ¡Échalo, que yo también tengo hambre!
—No lo haré. ¿Cómo no lo entiendes?
Antonio no quiso entender.
—¡Odio los gatos! —cortó él—. Los animales deben ser útiles: carne, leche, lana. Los gatos son parásitos. ¡No los quiero en mi casa!
María vio entonces su verdadero rostro: frío, egoísta, calculador.
—Primero, es mi casa —dijo con firmeza—. Y a mí me gustan los animales. Segundo, dime, Antonio: ¿escoges a tu mujer por su «utilidad»?
—¿Y qué hay de malo? —farfulló—. Sí, quiero una esposa que no solo se pinte las uñas, sino que cuide el hogar. ¡Es normal!
—Ah, ya veo —murmuró ella—. Así que para ti soy «útil». Hogareña. Y Sofía, que se cuida, no te servía. Quieres que todo gire en torno a ti. Vete, Antonio.
—¿Así que no habrá cena? —bufó él—. Acabarás sola con un ejército de gatos, como una solterona.
—Vete.
Y se fue. Esperó que María recapacitara, expulsara al gato y lo llamara. Pero no lo hizo.
La Nochevieja la pasó con el gatito, al que llamó Carbón. Creció, se volvió esponjoso y digno como una minipantera. Carbón la consolaba en sus penas, ronroneando en su regazo.
Llegó la primavera. María casi había perdido la esperanza. Pero el cambio apareció en forma de un nuevo vecino: Sergio.
Era lo opuesto a Antonio: bajo, fornido, calvicie incipiente y mirada severa. Tras su divorcio, se mudó al piso de enfrente.
—Hola, vecina —saludaba con brusquedad—. ¿Necesitas ayuda? Soy manitas.
María declinaba, hasta que una cafetera rota la hizo ceder:
—¿Sabes de electrodomésticos? —preguntó.
—¡Nivel experto! —sonrió él—. ¿Qué tienes?
—La cafetera no funciona.
—¡Quedará como nueva! —prometió, poniéndose manos a la obra.
Tras una hora de palabrotasTras semanas de compartir café y risas, Sergio le confesó entre tímido y resuelto: “Nunca creí que encontraría a alguien como tú, María— alguien que ama a los animales tanto como a las personas”.