Libertad Cargada

**La Libertad Pesada**

—Doña Irene, ¿no ha visto la carpeta azul con los documentos? ¡La dejé en la mesilla del salón! —La voz de Alejandro temblaba de preocupación. Había registrado toda la casa en aquel tranquilo barrio de las afueras de Barcelona, pero la carpeta parecía haberse esfumado.

—Ah, sí, había una carpeta —respondió Irene con indiferencia—. Algo vieja y manchada, así que la tiré.

Alejandro se quedó paralizado, como si le hubieran dado un golpe. En esa carpeta estaba el informe en el que había trabajado dos semanas. Mañana era el último día para entregarlo a sus superiores. Podría rehacerlo, pero… ¿y las firmas? ¿Cómo las conseguiría a las diez de la noche?

—¡¿Cómo pudo hacer eso?! —susurró Alejandro, conteniendo la furia—. ¡Era un informe importantísimo! La carpeta estaba casi nueva, solo tenía unos rasguños. ¡¿Se da cuenta de que podrían despedirme?!

—¡No dejes tus cosas por ahí! —espetó su suegra, apartando la taza de té sin terminar—. ¡Puro drama! Si te importaba tanto, la habrías guardado en tu habitación, no tirada donde sea.

—¡Estaba en la mesilla, no en el suelo! —Alejandro sentía la sangre subirle a las sienes.

No era la primera vez que Irene tiraba sus cosas. Una vez fue una camisa “demasiado vieja”, otra un cuaderno usado. Pero hoy había cruzado el límite.

—¡Esta es mi casa, aquí mando yo! —dijo Irene, levantando la barbilla con orgullo—. Si no te gusta, ¡nadie te obliga a quedarte!

Alejandro apretó los puños, contando mentalmente hasta diez. La calma no llegaba. Su casa… Sí, la casa pertenecía a Irene. Ella había insistido en que su hija, Lucía, y Alejandro vivieran con ella. *¿Para qué gastar en alquiler si aquí hay espacio de sobra?*, repetía.

Al principio parecía razonable. Alejandro estaba creciendo profesionalmente, pasando largas horas en el trabajo. Lucía, embarazada y con un embarazo complicado, apenas podía levantarse de la cama. Cocinar y limpiar eran imposibles. Irene les ofreció ayuda, y aceptaron agradecidos.

Pero un año después, cuando nació su hijo Daniel, Alejandro mencionó mudarse. Una casa alquilada, pero suya, con sus reglas. Lucía se negó: *¿Para qué? Mamá lo hace todo, cuida de Daniel, y yo descanso*. Le encantaba su vida: mañanas de compras, tardes en el spa y una horita con su hijo por la noche. No quería ser ama de casa.

Alejandro cedió, pero no para siempre. En secreto, había estado invirtiendo en una casa en las afueras. Lucía no sabía nada; preveía sus protestas, excusas para quedarse bajo el ala de su madre. Su vida era como un cuento de hadas, y mudarse significaba limpieza, cocina y crianza.

Pensando en ello, Alejandro se puso la chaqueta y bajó a los contenedores de basura. Sabía que aún no la habían recogido y esperaba encontrar la carpeta. Tendría que revolver el cubo, pero había esperanza.

La suerte estuvo de su lado: encontró la carpeta intacta, los documentos sin daño. Alejandro, aliviado, regresó a casa y lanzó una mirada helada a Irene. Era hora de hablar con Lucía.

—Prepárate para mañana. Nos mudamos —dijo Alejandro, desplomándose en el sillón—. No soporto más los caprichos de tu madre. ¿Por qué tengo que aguantar sus críticas? ¡Se desquita conmigo!

—¿Mudarnos? ¿Adónde? —protestó Lucía—. ¡Aquí estamos bien! ¡No me hables así de mamá, que hace mucho por nosotros!

—Acepté esto cuando necesitabas ayuda —cortó Alejandro—. Ahora estás bien y puedes ser dueña de tu hogar.

—¡Mamá me ayuda con Daniel! ¡Es tan inquieto!

—¿Ayuda? —Alejandro arqueó una ceja con sarcasmo—. ¡Ella lo está criando! ¡Y lo pone en mi contra! La he oído decirle que su papá es malo.

—¡Daniel no tiene ni un año! ¡No entiende nada! —replicó Lucía con fastidio—. Exageras.

—¡Subestimas! —estalló Alejandro—. ¿Crees que una hora antes de dormir es ser madre? Irene ni siquiera me deja jugar con él: siempre lo lleva a cambiarle o a comer.

—¡Como si quisieras estar con él! —gruñó Lucía—. Te vas cuando duerme y vuelves cuando duerme.

—A partir del mes que viene, todo cambiará —dijo con firmeza—. Tengo un puesto nuevo con horario fijo, sin horas extra. Pero la oficina está lejos, no puedo venir desde aquí.

—¡No es razón para mudarnos! ¡Tienes coche! —se indignó Lucía—. ¿Adónde quieres ir? ¿A un piso de alquiler?

—Tenemos nuestra casa —respondió tranquilo.

—¿Qué casa? —Lucía casi se ahoga del shock.

—Amplia, en una zona tranquila. Terminaron las obras hace dos semanas, y compré los muebles ayer.

—¡No quiero una casa! —chilló Lucía—. ¡No me voy!

—O esto, o divorcio —sentenció Alejandro.

—¡No te daré el divorcio! ¡Daniel no tiene un año, tengo derecho! —Lucía arrojó el móvil al sofá, algo inusual en ella.

—No lo hagas —asintió Alejandro—. Pero no me quedo aquí con tu madre. Iré a mi casa. Comeré lo que quiera, dejaré mis cosas donde quiera, sin miedo a que acaben en la basura. Tú decide con qué vivir. La pensión de tu madre no da para mucho. La manutención será justa, pero menos de lo que gastas. Piensa, cariño.

Lucía finalmente cedió. Se mudaron. Pero la nueva vida fue un infierno para ella: limpieza, cocina, cuidar al niño todo el día. ¿Dónde quedaron sus salones y amigas? Alejandro ayudaba, pero el tiempo no alcanzaba.

Un mes después, Lucía huyó con su madre, llevándose a Daniel. Dolida, decidió vengarse. Demandó el divorcio y la mitad de la casa, segura de ganar. Ya imaginaba vender su parte a una familia numerosa por poco dinero, sabiendo que Alejandro no tendría cómo comprarla.

Pero su plan fracasó. La casa estaba a nombre de los padres de Alejandro. Lucía no tenía derecho. Solo obtuvo la manutención, modesta, como él advirtió.

Irene también estalló de rabia. Perdió su fuente de ingresos, y ya no tenía a quien regañar. Lucía lloraba por todo, y Daniel era muy pequeño.

Seis meses después, Alejandro propuso reconciliación por el niño. Lucía aceptó. Se volvió una madre ejemplar y, con el tiempo, hasta le gustó. Sus días despreocupados bajo el techo de su madre quedaron atrás, y aunque la nueva vida era dura, encontró una alegría inesperada.

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