—¿Por qué no estás listo aún? —Tania se plantó en el umbral, conteniendo a duras penas su irritación—. ¿Es que no te acuerdas de qué día es hoy?
—¿Y qué día es hoy? —Iker ni siquiera levantó la vista del televisor, cambiando canales con desgana—. ¿Otra vez hay que ir a algún sitio?
—¡Tenemos que ir al hospital! Elena ha dado a luz, lo escuchaste tú mismo. Es la primera de nuestro grupo en ser madre. ¡Debemos felicitarla!
—¿Felicitarla por qué? —el hombre esbozó una sonrisa burlona, sin soltar el mando—. ¿Por las noches sin dormir? ¿Por los llantos del bebé? ¿Porque tu vida ya no te pertenece? Vaya motivo para celebrar.
—¿Qué estás diciendo? ¡Tú mismo decías que querías hijos! Hablabas de cómo deseabas escuchar pequeñas pisadas por la casa. De que unos bracitos te abrazaran el cuello. Decías que querías al menos tres. ¿O me lo imaginé?
—Sí, lo dije. Pero, reconócelo, suena bien. A las mujeres les encanta eso. Y a ti te derritió el corazón —respondió Iker con calma.
Tania se dejó caer en el sofá en silencio. Su rostro quedó petrificado por la incredulidad.
—Pues no quiero hijos. ¿Qué hay de malo? La mayoría de los tíos no los quieren. ¿Nunca pensaste en vivir para ti? Viajes, aficiones, libertad personal… Y vosotras siempre igual: hijos, familia, pañales.
—¿Vas a llevarme? —su voz se volvió gélida. No pudo contener el resentimiento, justo hoy, cuando planeaba darle a Iker la noticia más importante de su vida.
—¿No pueden arreglárselas sin nosotros? No quiero ver ese espectáculo cursi, arrumacos y lloriqueos. Ve tú sola. Quizá hasta se te pase el deseo de ser madre.
Sin añadir una palabra más, Tania entró en el dormitorio. Quince minutos después salió, vestida con un elegante conjunto formal. Ya había pedido un taxi— menos mal, no tendría que aguantar más los comentarios agrios de Iker.
Y pensar que estuvo tan cerca de la felicidad… Esa misma mañana había visto las dos rayas en el test. Quería darle la noticia por la noche. Pero ahora… ahora ya no sabía si él merecía saberlo.
Tania siempre buscó estabilidad. Empezó a trabajar mientras estudiaba, se graduó con honores y ahora tenía un buen empleo, ingresos fijos y un piso propio—regalo de sus padres. Lo hizo todo bien. Estaba preparada para ser madre. Pero resulta que el hombre que creyó sería el padre de sus hijos no era más que un buen actor.
Iker le parecía maduro, seguro, serio. Su edad, sus palabras, sus ideales—todo inspiraba confianza. Solo hoy se quitó la máscara.
—He tomado una decisión —susurró hacia la nada dentro del taxi. El conductor, un hombre mayor y callado, volvió la cabeza, la miró con atención y, al despedirse, le dijo inesperadamente—: Enhorabuena.
Tania se sorprendió. Le dio las gracias y corrió hacia la entrada. Allí, radiante de felicidad, estaba Elena con un pequeño bulto en brazos. Su marido ya sostenía al bebé. El aire estaba impregnado de amor.
—¡Felicidades, cielo! —Tania abrazó a su amiga—. ¿Cómo lo habéis llamado?
—Iván, como su abuelo. Quiero que seas su madrina.
—Encantada —sonrió Tania, pero el corazón se le encogió. Todo lo que deseaba estaba ahí, frente a ella, pero no era suyo.
—¿Pasa algo? —preguntó Elena en voz baja cuando se apartaron un momento.
—Iker me ha mentido todo este tiempo. No quiere hijos. Y decía que sí. Y lo peor… estoy embarazada. Me enteré hoy. Y ahora… ahora tengo que elegir.
—Tania, los hombres sobran. La oportunidad de ser madre, no. Mi hermana, por ejemplo, no puede tener hijos. Lloró de alegría y dolor cuando supo que yo esperaba. No renuncies a tu sueño.
—Eso pienso. Si él no cambia de opinión, me iré. Mis padres estarán encantados de ser abuelos.
Iker no cambió de opinión. Decía que los hijos son una carga, un gasto innecesario de energía, tiempo y dinero. Tania no discutió. Dentro de ella, ya estaba todo decidido.
Tres años después.
—¡Ah, Iker! —una antigua vecina casi chocó con él en el aeropuerto—. ¡Felicidades por el niño!
—Te equivocas, no tengo hijos —respondió él con frialdad.
—¿Cómo? Vi a Tania con un carrito. El bebé tendrá unos cuatro meses. Yo sé contar, ¿sabes?
Iker palideció. No lo sabía. O no quiso saberlo. Y ahora… ahora era tarde.
—¿Dónde está? ¿Dónde la viste?
—No te lo diré. Fue casualidad. Y tú, resulta que eres de esos… que no reconocen a su hijo.
Iker se quedó inmóvil. Solo entonces empezó a comprender lo que había perdido. Pero cuando, tres años después, por fin encontró a Tania, ya era tarde. El niño llamaba “papá” a otro hombre. Iker no podía competir. Ni en amor, ni en acciones, ni en corazón.
El final estaba escrito. Tania eligió bien.