Cuando Lucía se casó, estaba segura de que sería para toda la vida. Adoraba a su marido, Alejandro, y se esforzaba por ser la esposa perfecta, aquella en quien siempre se podía confiar, la que nunca fallaría.
Lucía era de esas personas imposibles de no querer. Amable, de corazón abierto y con una sonrisa que iluminaba cualquier habitación, siempre estaba dispuesta a ayudar. Incluso a su suegra, doña Marisol, la atendía sin quejarse. Cuando esta llamaba, quejándose de dolor de espalda o cansancio, Lucía acudía al instante: limpiaba, cocinaba, iba a comprar al mercado.
—Qué suerte tengo contigo, cariño — suspiraba doña Marisol—. Mi hijo no es de mucha ayuda, ni lo espero. ¡Los hombres son así! Siempre quise una hija, pero el destino me dio a ti.
A Lucía le conmovían esas palabras. Se esforzaba aún más para no defraudarla. Y, en cierto modo, doña Marisol tenía razón: Alejandro rara vez se molestaba en ayudar, ni en casa ni con su madre.
Pero no era solo eso. Alejandro creía que las tareas del hogar no eran asunto suyo. A Lucía, en principio, no le importaba, le gustaba crear un hogar acogedor. El problema era otro: él no hacía nada, pero siempre encontraba fallos. El suelo no estaba lo suficientemente limpio, la sopa no tenía suficiente sal.
Con el tiempo, las críticas se volvieron más duras. Empezó a reprocharle que gastaba demasiado en sí misma, aunque no era cierto. Lucía ganaba su propio dinero y nunca le pidió nada.
—¿Cuánto te cuesta ese esmalte? — preguntaba con sorna.
—Quince euros —respondía ella en voz baja, como disculpándose.
—¡Quince euros cada mes! — se indignaba—. ¡Podríamos ahorrar para un coche!
—Pero tú gastas en el gimnasio —replicaba tímidamente.
—¡Eso es distinto! El deporte es salud, ¡es fuerza! ¡Tu manicura es un capricho!
Las quejas crecían como la espuma. Luego, a Alejandro no le gustó que Lucía quedara con sus amigas una vez al mes. Nada fuera de lo normal, pero a él le molestaba.
—¿Para qué sales sin tu marido? —refunfuñaba—. Quédate en casa.
Lucía era paciente, pero hasta su bondad tuvo un límite. Las discusiones se volvieron diarias, el entendimiento desapareció. Tras tres años de matrimonio, decidió divorciarse. Alejandro se resistió, no por amor, sino por costumbre de mandar. Pero Lucía ya no podía más.
El divorcio se consumó. Cuando Alejandro se marchó con sus cosas, sonó el teléfono. Era doña Marisol.
—¿Cómo has podido, corazón? —lloriqueó—. ¿Un divorcio tan rápido?
Lucía respiró hondo. Explicarse era lo último que deseaba, pero respondió:
—No fue rápido, doña Marisol. Todo llevaba a esto. Intenté salvar el matrimonio, pero Alejandro no cedía. Sus reproches continuos… Estoy agotada.
—¡Pero qué buena pareja erais! —casi sollozaba—. ¡Y yo te quiero tanto! ¿Cómo voy a estar sin ti?
Lucía entendió que la conversación, como siempre, giraba en torno a la suegra.
—¿Sin mí? —dijo con calma—. Podemos seguir en contacto. El divorcio no significa que no nos veamos. Llámeme si necesita algo.
—¡Ay, eres un ángel! —se alegró doña Marisol—. ¿Entonces no es un adiós?
—Claro que no.
El divorcio no fue fácil. Alejandro no soportaba que le dejaran. Su orgullo herido le impedía aceptarlo. Pero con el tiempo, todo se calmó. Lucía respiró aliviada, sin arrepentimientos. El amor había muerto hacía mucho. Él, que parecía el hombre ideal, quizá fingió o ella lo idealizó.
Empezó una nueva vida. Bloqueó a Alejandro para evitar intromisiones. Él no insistió, pero doña Marisol no la soltaría tan fácil.
Una semana después, llamó:
—¿Cómo estás, Lucía?
—Bien —respondió ella por cortesía—. ¿Y usted?
—¡Ay, fatal! La presión alta, apenas puedo caminar. Le pedí a Alejandro que trajera las medicinas, pero se negó. No sé cómo llegar a la farmacia…
Lucía entendió el mensaje. No podía dejarla desamparada.
—Se las llevaré —dijo—. Dígame qué necesita.
—¡Bendita seas! —exclamó—. Sabía que podía contar contigo.
Tuvo que posponer sus planes, comprar las medicinas y pasar dos horas escuchando quejas. Pero su esperanza de que las llamadas fueran esporádicas fue en vano. Doña Marisol la requería constantemente: comida, limpieza, recados. Una vez, le pidió que la llevara al centro comercial. Lucía estalló:
—¿Por qué no puede ayudarla Alejandro?
La suegra murmuró algo incoherente, y Lucía se sintió culpable. “Es mayor, no debo ser dura”, pensó.
Así, doña Marisol la absorbía más que su propia madre. Si Lucía no podía acudir, la suegra se hacía la víctima hasta que cedía.
Todo cambió el día que doña Marisol llamó pidiendo que las llevara a ella y a su hermana a la finca.
—A las nueve, ¿vale? —insistió.
—De acuerdo —aceptó Lucía, resignada.
Colgó, pero la llamada no terminó. Oyó a la hermana de doña Marisol:
—¿Aceptó?
—¡Claro! ¿Adónde va a ir? —respondió la suegra con una risita—. Es demasiado buena. Hasta me alegro del divorcio; mi hijo merece alguien más lista. Esta me sirve a mí. ¿Para qué molestarlo a él?
Lucía sintió que el corazón le ardía. Colgó, furiosa. ¡Había sido un títere!
Al día siguiente, no apareció. Durmió hasta tarde y, al despertar, vio diez llamadas perdidas.
—Perdone, se me pasó la hora —dijo con dulzura al devolver la llamada.
—¡Pero ya estamos esperando!
—En quince minutos llego.
Bebió su café tranquilamente. Cuando las llamadas recomenzaron, respondió:
—No las veo… Ah, ¡estoy en el portal de al lado!
Finalmente, envió un mensaje: *Escuché todo. Por favor, bórreme de su vida*. Y la bloqueó.
Bebiendo su café, Lucía sintió una paz inmensa. Debió hacerlo antes. Ahora, por fin, era libre. Y algo le decía que le esperaba un futuro mucho mejor.