Tras la luna de miel: amarga verdad y nuevo comienzo

Tras la luna de miel, la verdad amarga y un nuevo comienzo

Vera y Arturo acababan de regresar de su luna de miel en la soleada Costa del Sol. Ella se acomodó en el sofá y gritó hacia el baño:

—¿Qué película vemos?

—¡No sé, tú decides! —respondió su esposo.

Vera encendió su portátil y echó un vistazo distraído a las maletas sin deshacer en el pasillo. «Mañana las ordeno», murmuró, apartando la mirada. Pero entonces sonó una notificación. Un mensaje apareció en pantalla. Hizo clic en el icono y un escalofrío la recorrió.

«Te echo de menos, cariño», escribía una tal Marina, desconocida para ella.

«No estés triste, pronto volveré», respondía Arturo.

La fecha del mensaje era el siete de agosto, un día antes de su regreso a casa. Vera abrió la conversación y, conteniendo la respiración, comenzó a leer: «Marina, esa noche fue mágica…», «¿Vendrás hoy?», «Sí, cariño, te he echado tanto de menos…»

Cerró el portátil de golpe. Unos segundos después, Arturo salió del baño:

—¿Ya elegiste película? ¿O vemos una comedia?

—Ah, sí… una comedia está a punto de empezar —respondió Vera con frialdad—. ¿Quién es Marina?

Él palideció.

—¿Marina? No sé de qué hablas…

—¿En serio? ¡Pues mira esto! —le lanzó el portátil a sus piernas—. ¡Acabamos de volver de viaje y ya te las arreglaste para liarte con otra!

—Espera… No es lo que piensas. En una cena de trabajo, bebí de más, ella se me insinuó… ¡Fue un error! ¡Te quiero a ti!

—¿Un error? ¡El error fue casarme contigo! —Vera salió corriendo del piso, cerrando la puerta con fuerza.

En el taxi, miraba por la ventana en silencio, las lágrimas resbalando por sus mejillas. «¿De verdad me está pasando esto?»

Al llegar a casa de sus padres, su madre la recibió con preocupación:

—¿Qué pasa, hija?

—Voy a pedir el divorcio. ¡No viviré con un traidor!

—Tranquila, cariño… entra, hablamos, respira…

Pasó una semana. Su madre insistía en que se quedara:

—¿Para qué alquilar un piso? Quédate con nosotros todo lo que necesites.

—Mamá, tengo treinta años. Necesito mi espacio.

En dos días encontró un nuevo hogar. Ya había presentado los papeles del divorcio. Arturo seguía intentando contactarla, enviándole flores y mensajes, pero ella no respondía.

Un mes después, Vera ya vivía en su nuevo apartamento. Las últimas dos semanas no había derramado ni una lágrima. Se sumergió en el trabajo para no pensar, pero los fines de semana eran duros: la soledad pesaba como una losa.

Una tarde, estaba frente al televisor, cambiando canales sin rumbo. Helado, mermelada y pura apatía. Hasta que tomó una decisión inesperada.

—¿Cuánto tiempo voy a estar encerrada? —se dijo Vera, saliendo a la calle.

El parque estaba tranquilo y cálido. Luces de farolas, sombras de los árboles, parejas enamoradas… Pero pronto empezó a oscurecer. Vera intentó volver, pero se dio cuenta de que estaba perdida.

De pronto, escuchó pasos detrás de ella. Aceleró el ritmo.

—Disculpe, señorita… —sonó una voz.

Echó a correr, pero tropezó. Unas manos la ayudaron a levantarse.

—¿Está bien? No quise asustarla. Me llamo Sergio.

Se alejó un paso, mostró los bolsillos vacíos y añadió:

—Vivo por aquí. La vi dando vueltas por las calles…

Vera seguía tensa, pero su voz, su mirada amable y su sonrisa sincera derritieron un poco el hielo en su pecho.

—Es que no encuentro la salida —admitió, avergonzada.

—¿Puedo acompañarla?

El paseo pasó volando. Sergio bromeaba, contaba historias, ella reía… Al llegar a su portal, ambos disminuyeron el paso.

—Hasta luego, Vera.

—Hasta luego, Sergio… —con un dejo de tristeza.

—¿Puedo esperar a que entre? No vaya a perderse otra vez —dijo él con una sonrisa.

Al día siguiente, aún con la mente en Sergio, Vera salió a por café. Y entonces… allí estaba él, en la puerta del piso de al lado, con dos tazas en las manos.

—¿Despierta, dormilona? Llevo esperando toda la mañana. ¿Vamos a tomar café?

—¿Tú? ¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí. Llevamos dos semanas siendo vecinos. La había visto antes, pero no encontraba el momento para hablar.

Ella se ruborizó. Él siguió sonriendo:

—¿Entonces? ¿Café?

—No estoy segura…

—¿Y si te digo que tengo galletas?

—Bueno… quizá.

Sonó el teléfono:

—Sí, mamá. No, no me arrepiento. Me quedo aquí. Aquí… me siento bien.

Y Vera, por primera vez en mucho tiempo, sintió calor. Esta vez, de verdad.

A veces, la vida nos rompe el corazón solo para mostrarnos que hay nuevos caminos, y que el amor verdadero puede estar más cerca de lo que imaginamos.

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Tras la luna de miel: amarga verdad y nuevo comienzo