Al atardecer del verano: una vida nueva
En un pequeño pueblo anclado entre las colinas del Sistema Ibérico, vivía Lucía, cuya vida durante décadas estuvo ligada a la imprenta local. Conocía cada rincón de su oficio y lo amaba con devoción, pero al cumplir los cincuenta, el cansancio se le había instalado en los hombros como una losa pesada.
Con su marido, Santiago, habían criado a sus dos hijas. Ambas ya tenían sus propias familias y se habían marchado a ciudades más grandes, dejando a Lucía con la nostalgia de sus risas y las escasas visitas de los nietos. Les llamaba casi cada noche, ávida de noticias, pero en los últimos años sus propias historias se habían vuelto más sombrías. La fatiga le apretaba el corazón y la alegría se le escapaba como arena entre los dedos.
Santiago se había jubilado antes que ella—era diez años mayor—. Era su segundo matrimonio, y al principio todo fluía en calma. Pero con los años, él empezó a refugiarse en la botella, lo que sacaba a Lucía de quicio. En esos momentos, se convertía en un extraño: no podía mirarlo sin dolor, ni hablar sin que las palabras se le enredaran en la garganta. Él, a su vez, respondía con ira, ignorando sus súplicas por una vida más saludable.
Su único consuelo eran sus vecinas, Carmen y Rosa. Ambas, unos años mayores, llevaban cinco disfrutando de la jubilación. Carmen era viuda; Rosa, divorciada hacía tiempo, y sus hijos vivían lejos. Pero ellas, pese a los años, ardían en pasión por viajar.
—¿Cómo conseguís viajar tanto?—se maravillaba Lucía, viendo sus rostros iluminados.
—Vivimos con poco, cariño—respondía Carmen—. Siempre lo hemos hecho. Viajamos en turista, sin lujos. Alquilamos habitaciones baratas, vamos en temporada baja. Juntas, todo es más económico. Hasta cocinamos nosotras: un poco de ensalada, unos filetes a la plancha… y listo.
—Exacto—añadía Rosa—. En cumpleaños y navidades, los hijos y amigos ya saben qué regalarnos: dinero para viajar. Lo calculamos todo: rutas, excursiones, gastos…
—¡Qué maravilla!—suspiraba Lucía, pero en su voz resonaba melancolía—. Yo no salgo ni a la esquina. Santiago, como una nube negra, se planta en el sofá esperándome. Hay que darle de comer, escucharle, y yo llego muerta del trabajo.
—Cómprate unos días libres, convéncele—le propusieron—. ¿Qué tal un viaje a los Picos de Europa? El aire de la montaña es puro. O quizá llevarlo con nosotras…
—¿Estáis locas?—se reía Lucía—. Santiago no se mueve de ahí. No tiene amigos, ni ganas de hacer nada. Desde que se jubiló, es como un mueble más. Come, duerme y se pega al televisor.
—Pregúntale—insistían—. No decidas por él.
Pero no llegó a planteárselo. Su mundo se derrumbó cuando a su madre le dio un infarto. Solo pensaba en ella. Sus padres vivían en el mismo pueblo, y su padre, con ochenta años a cuestas, no se separaba de su esposa. Lucía corría al hospital cada día, celebrando cada mejora.
Santiago, en lugar de apoyarla, se enfurecía. Le molestaba que llegara tarde, y cuando ella anunció que se quedaría unos días con su madre tras el alta, estalló:
—¡Que se ocupe tu padre! ¿Para qué vas tú? ¡Piensa en ti!
—¿Y tú te levantarías del sofá si yo enfermara?—replicó ella—. ¿Sabrías cuidarme?
Santiago calló, y ese silencio le cortó más que cualquier palabra.
Lucía pasó un mes con sus padres, volviendo solo los fines de semana. Sabiendo que ella revisaría, Santiago evitaba la bebida. Ella, a su regreso, limpiaba y cocinaba para varios días.
—Cómelo calentado, no vivas de sandwiches—le pedía, pero él se limitaba a gruñir, resentido por haber sido “abandonado”.
Su madre mejoró, empezó a caminar, a ir al médico. Lucía volvió a casa, pero la alegría duró poco. Tres meses después, un segundo infarto se la llevó.
—Al menos tu madre te ha quitado un peso de encima—frío, comentó Santiago—. Ahora ya podemos vivir tranquilos.
Esas palabras le atravesaron el pecho como un cuchillo. Lucía lloró desconsolada en el sofá.
—¿Tranquilos?—su voz temblaba—. ¡He trabajado toda la vida por esta familia! Crié a las niñas, horneé pan de madrugada para pagar sus estudios. Y ahora solo quiero jubilarme para vivir un poco, viajar como mis amigas…
—¡Siempre pensando en ti!—rugió él—. Yo también trabajé, también estoy cansado. Soñaba con ir a balnearios, cuidarme. Tengo la presión por las nubes, migrañas… Y tú me dejas por tus padres.
—¿Has probado dejar el whisky?—replicó Lucía—. Llama a un taxi, ve al médico, ¿quién te lo impide? Te he malcriado, llevándote de la mano, y ni siquiera me ayudabas en casa. ¡Yo no soy de piedra! Y mi padre está al límite, viste cómo se derrumbó en el funeral. Mamá me pidió que lo cuidara…
—¿Así que otra vez te vas?—se indignó Santiago—. Yo tampoco soy joven. ¿No podemos contratar a alguien? ¿O ya no tengo mujer?
Lucía, sin respuesta, se refugió en la cocina. Media hora después, Santiago apareció y la rodeó con sus brazos.
—Me he pasado, perdona. Solo quiero que estemos juntos—murmuró.
—También quiero a mis padres—respondió ella—. Tú tuviste suerte: los tuyos se fueron rápido, y tu hermana se ocupó de todo. No lo olvides.
Un mes después, su padre sufrió un ictus. El dolor por su esposa lo había quebrado. Lucía lo llevó a su casa, cediéndole su dormitorio. Durante dos años lo cuidó, sin dejar el trabajo para llegar a la jubilación. Para su sorpresa, Santiago ayudaba: le daba de comer, las pastillas…
Cuando su padre falleció, Lucía se jubiló. Llegó demacrada, con ojeras profundas.
—Necesito un balneario—anunció con firmeza—. Estoy hecha trizas.
Se fueron a Lanjarón. Entre montañas y aguas termales, Lucía revivió. Bailes nocturnos, excursiones, aire fresco… Como si hubiera viajado a otra vida.
—Me siento diez años más joven—confesó al volver.
Sus amigas la invitaron a la costa. Ella consultó a Santiago.
—Yo no voy—dijo él—. Pero puedes ir. Yo me quedo a reformar la habitación de tu padre. Contrataré a alguien, supervisaré.
Lucía partió hacia Almuñécar. Llamaba a Santiago, contándole el mar, y él le hablaba de los avances en la reforma.
—¿Qué papel pintado elijo?—gritaba al teléfono.
—Algo claro, sin estampados. ¡Tú decides, yo estoy en modo azul marino!—reía ella.
El mes pasó volando. Lucía regresó renovada. Sus amigas bromeaban llamándose “médicas sin título”.
—Convence a tu marido—guiñó Carmen—. Con él será más divertido.
—¿Divertido?—sonrió Lucía—. Está más vago que un gato. Pero lo intentaré.
En casa, se sorprendió: Santiago no solo había reformado la habitación, sino también el salón, pintando hasta el suelo.
—¿Dónde dormías mientras secaba?Santiago se encogió de hombros y respondió con una sonrisa pícara: “En casa de Rosa, pero solo porque sus macetas necesitaban riego”.